viernes, 14 de septiembre de 2007

EL progreso del peregrino - Capítulo XVIII

CAPITULO XVIII

Los peregrinos se encuentran con Ateo, a quien resisten con las enseñanzas de la Biblia. Pasan por Tierra-encantada, figura de la corrupción de este mundo en tiempos de sosiego y prosperidad. Medios con que se libraron de ella: vigilancia, meditación y oración.

Poco trecho habían andado en su camino, cuando percibieron a uno que avanzaba solo, con paso suave y al encuentro de ellos. Dijo entonces:

CRISTIANO — Ahí veo uno que viene a encontrarnos con sus espaldas vueltas a la ciudad de Sión.

ESPERANZA — Sí, le veo. Estemos apercibidos por si es otro adulador.

Habiendo llegado ya a ellos Ateo (tal era su nombre), preguntó adonde se dirigían.

CRISTIANO — Al monte Sión.

Entonces Ateo soltó una carcajada estrepitosa.

CRISTIANO — ¿Por qué se ríe usted?

ATEO. — Me río al ver lo ignorantes que sois en emprender un viaje tan molesto, cuando la única recompensa segura con que podéis contar es vuestro trabajo y molestia en el viaje.

CRISTIANO — Pero, ¿le parece a usted que no nos recibirán allí?

ATEO. — ¿Recibir...? ¿Dónde? ¿Hay en este mundo; lugar que soñáis?

CRISTIANO — Pero lo hay en el mundo venidero.

ATEO. — Cuando yo estaba en casa, en mi propio país, oí algo de eso que decís, y salí en su busca, y hace veinte años que lo vengo buscando, sin haberlo encontrado jamás.

CRISTIANO — Nosotros hemos oído y creemos que lo hay y se puede hallar.

ATEO. — Si yo no lo hubiese creído cuando estaba en casa, no hubiera ido tan lejos a buscarlo; pero no hallándolo (y a existir tal lugar, seguramente lo hubiera encontrado, porque lo he buscado más que vosotros), me vuelvo a mi casa, y trataré de consolarme con las cosas que en aquel entonces rechacé por la esperanza de lo que ahora creo que no existe.

CRISTIANO — (Dirigiéndose a Esperanza.)— ¿Será verdad lo que este hombre dice?

ESPERANZA — Mucho cuidado; este es otro adulador; acuérdate de lo que ya una vez nos ha costado el prestar oído a tal clase de hombres. Pues que, ¿no hay ningún monte Sión? ¿No hemos visto desde las montañas de Delicias la puerta de la ciudad? Además, ¿no hemos de andar por la fe? Vamos, vamos, no sea que nos venga otra vez el del látigo. No olvidemos aquella importante lección, que tú debieras recordar: "Cesa, hijo mío, de oír la enseñanza que induce a divagar de las razones de sabiduría". Deja de escucharla, y creamos para la salvación de nuestras almas.

CRISTIANO — Hermano mío, no te propuse la cuestión porque dudara de la verdad de nuestra creencia, sino para probarte y sacar de ti una prenda de la sinceridad de tu corazón. En cuanto a este hombre, bien sé yo que está cegado por el dios de este siglo. Sigamos tú y yo, sabiendo que tenemos la creencia de la verdad, en la cual ninguna mentira tiene parte.

ESPERANZA — Ahora me regocijo en la esperanza de la gloria de Dios.

Y se retiraron de aquel hombre, y él, riéndose de ellos, prosiguió su camino.

Entonces vi en mi sueño que siguieron hasta llegar a cierto país, cuyo ambiente naturalmente hace soñolientos a los extranjeros. Esperanza empezó, en efecto, a ponerse muy pesado y con mucho sueño, por lo cual dijo:

ESPERANZA — Voy teniendo tanto sueño que apenas puedo tener abiertos más los ojos; echémonos aquí un poco, y durmamos.

CRISTIANO — De ninguna manera; no sea que si nos dormimos no volvamos a despertar.

ESPERANZA — ¿Y por qué? Hermano mío, el sueño es dulce al trabajador; si dormimos un poco nos levantaremos descansados.

CRISTIANO — ¿No te acuerdas que uno de los Pastores nos mandó cuidarnos de Tierra-encantada? Con eso quiso decirnos que nos guardásemos de dormir. Por tanto, no durmamos como los demás; antes velemos y seamos sobrios.

ESPERANZA — Reconozco mi error, y si hubiera estado aquí o, hubiera corrido peligro de muerte, y veo que es verdad lo que dice el sabio: "Mejores son dos que uno". Hasta aquí tu compañía ha sido un bien para mí, y ya tendrás una buena recompensa por tu trabajo.

CRISTIANO — Para guardarnos, pues, de dormitar en este lugar, empecemos un buen discurso.

ESPERANZA — Con todo mi corazón.

CRISTIANO — ¿Por dónde empezaremos?

ESPERANZA — Por donde empezó Dios con nosotros; pero ten tú la bondad de dar principio.

CRISTIANO — Voy, pues, a hacerte una pregunta: ¿Cómo pasaste a pensar en hacer lo que estás haciendo ahora?

ESPERANZA — ¿Quieres decir que cómo llegué a pensar en ocuparme del bien de mi alma?

CRISTIANO — Sí, ese es mi sentido.

ESPERANZA — Hacía ya mucho tiempo que yo me deleitaba del goce de las cosas que se veían y vendían en nuestra en nuestra feria. Cosas que, según creo ahora, me hubieran sumido en la perdición y destrucción a haber seguido practicándolas.

CRISTIANO — ¿Qué cosas eran?

ESPERANZA — Pues eran los tesoros y riquezas de este mundo. También me gozaba mucho en el bullicio, la embriaguez, la maledicencia, la mentira, la lujuria, la infracción del día del Señor y qué sé yo cuántas cosas más, que todas tendían a la destrucción de mi alma. Pero, por fin, oyendo y considerando las cosas divinas que oí de tu boca y de nuestro querido Fiel, muerto por su fe y buena vida en la feria de Vanidad, hallé que el fin de estas cosas es muerte. Y que por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia.

CRISTIANO — ¿Y caíste desde luego bajo el poder de esa convicción?

ESPERANZA — No, no quise desde luego reconocer la maldad del pecado ni la condenación que le sigue; antes procuré, cuando mi mente empezaba a estar conmovida con la palabra, cerrar mis ojos a su luz.

CRISTIANO — ¿Pero por qué así resistías a los primeros esfuerzos del Espíritu bendito de Dios?

ESPERANZA — Las causas fueron: 1°, no sabía que aquella era la obra de Dios en mí. Nunca pensé que era la convicción de pecado por donde Dios empieza la conversión de un pecador; 2°, todavía era muy dulce el pecado a mi carne, y sentía mucho tener que abandonarlo; 3°, no acerté a despedirme de mis antiguos compañeros, cuya presencia y acciones me eran tan gustosas; 4°, eran tan molestas y terroríficas las horas en que sufría por estas convicciones, que mi corazón no podía soportar ni aun su recuerdo.

CRISTIANO — ¿Es decir, que algunas veces te pudiste desembarazar de tu molestia?

ESPERANZA — Ciertamente, pero nunca no del todo; así que volvía otra vez a estar tan mal y peor que antes.

CRISTIANO — ¿Qué era lo que te traía una y otra vez los pecados a la memoria?

ESPERANZA — Muchas cosas: por ejemplo, el encontrar simplemente a un hombre bueno en la calle; el oír alguna lectura de la Biblia; el simple tener un dolor de cabeza; el que algún vecino estaba enfermo o el oír tocar la campana a muerto; el mismo pensamiento de la muerte; el oír referir o presenciar una muerte repentina; pero, sobre todo, el pensar en mi propio estado y que muy pronto iba a comparecer a juicio.

CRISTIANO — ¿Y pudiste alguna vez sentir alivio del peso de tu pecado, cuando de alguno de estos modos se te hacía presente?

ESPERANZA — Al contrario, entonces tomaba más firme posesión de mi conciencia, y el solo pensar en volver al pecado (aunque mi corazón estaba vuelto contra él) era doble tormento para mí.

CRISTIANO — ¿Y cómo te arreglabas para ello?

ESPERANZA — Pensaba en que debía hacer esfuerzos para enmendar mi vida, porque de otra manera era segura mi condenación.

CRISTIANO — ¿Y lo hiciste?

ESPERANZA — Sí, y rehuía no sólo de mis pecados, sino también de mis compañeros de pecado, y me ocupaba en pláticas religiosas, como orar, leer, llorar por mis pecados, hablar la verdad a mis vecinos, etc. Tales cosas hacía y muchas más que sería prolijo y difícil enumerar.

CRISTIANO — ¿Y te creías ya bueno con eso?

ESPERANZA — Sí, por un poco de tiempo; más muy pronto volvía a abrumarme mi aflicción, y eso a pesar de todas las reformas.

CRISTIANO — Pero ¿cómo así, estando reformado?

ESPERANZA — Varias eran las causas para ello. Yo recordaba palabras como estas: "todas nuestras justicias son y trapo de inmundicia"; "por las obras de la ley, ninguna una carne será justificada"; "cuando hubiereis hecho todas estas cosas decid: siervos inútiles somos", otras muchas por este estilo. Tales palabras me hacían andar así: Si todas mis justicias son trapos de inmundicia; si por las obras de la ley nadie puede ser justificado y si cuando lo hayamos hecho todo aún somos inútiles es necedad pensar en llegar al cielo por la ley. Además, anduve así: Si un hombre adquirió una deuda de mil pesos con un comerciante, aunque después pague al contado todo lo que lleve, sin embargo, su antigua deuda queda en pie y sin borrar en el libro, y cualquier día el comerciante podrá perseguirle por ella y echarle a la cárcel hasta que la pague.

CRISTIANO — ¿Y cómo aplicaste esto a tu propio caso?

ESPERANZA — Pensé de la manera siguiente: Por mis pecados he adquirido una gran deuda con Dios, y mi reforma presente no podrá liquidar aquella deuda; así que, aun en medio de todas mis enmiendas, tengo que pensar en el cómo me he de librar de esa condenación en que incurrí por mis transgresiones anteriores.

CRISTIANO — Es mucha verdad. Sigue, sigue.

ESPERANZA — Otra de las cosas que más me sigue molestando desde mi reciente reforma es la siguiente: que si me pongo a examinar minuciosamente aun mis mejores acciones, siempre puedo ver en ellas pecado, nuevo pecado mezclándose con todo lo mejor que pueda hacer; de manera que me veo obligado a suponer que, a pesar dé mis anteriores vanas ideas de mí mismo y de mis deberes, cometo en un día pecado bastante para hundirme en el infierno, aunque mi vida anterior hubiese sido intachable.

CRISTIANO — ¿Y qué hiciste después de estos pensamientos?

ESPERANZA — ¿Qué hice? Yo no sabía qué hacer hasta que abrí mi corazón a Fiel, porque él y yo nos conocíamos mucho, y me dijo que sólo con la justicia de un hombre que nunca hubiese pecado, yo podía salvarme; ni mi propia ni la de todo el mundo era bastante para ello.

CRISTIANO — ¿Y te pareció eso verdad?

ESPERANZA — Si me lo hubiera dicho cuando estaba tan contento y satisfecho de mis propias reformas, le hubiera llamado necio; pero ahora que veo mi propia debilidad y el pecado mezclado en mis mejores acciones, me he visto obligado a ser de su opinión.

CRISTIANO — Pero cuando él te hizo por primera vez esta indicación, ¿te parecía posible encontrar un hombre tal, de quien se pudiera decir que nunca había pecado?

ESPERANZA — Tengo que confesar que sus palabras en un principio me parecieron muy extrañas; pero después de más conversación y más trato con él, me convencí realmente de ello.

CRISTIANO — ¿Y le preguntaste quién era ese hombre, y como habías de ser justificado por él?

ESPERANZA — Ah, sí; y me dijo: "es el Señor Jesús que está a la diestra del Altísimo." Y añadió: "has de ser justificado por El de esta manera, confiándote en lo que El por sí mismo hizo en los días de su carne y lo que sufrió cuando fue colgado en el madero". Le pregunté, además, cómo podía ser que la justicia de aquel hombre pudiese tener tal eficacia que justificase a otro delante de Dios, y me dijo que aquel era el Dios poderoso, y que lo que hizo y la muerte que padeció no eran para sí mismo, sino para mí, a quien serían imputados sus hechos y todo su valor al creer en él.

CRISTIANO — ¿Y qué hiciste entonces?

ESPERANZA — Hice objeciones contra la fe de esto, porque parecía que el Señor no estaba dispuesto a salvarme.

CRISTIANO — ¿Y qué te dijo Fiel entonces?

ESPERANZA — Me dijo que fuera a él y viera; yo le objeté esto sería en mí, presunción; él me contestó que no, que había sido invitado a ir. En esto me dio un libro que Jesús había dictado, para animarme a acudir con más libertad, añadiendo que cada jota y tilde en él estaba más firmes que el cielo y la tierra. Entonces le pregunté qué era lo que debía hacer para acercarme a El; y me enseñó que debía invocarle de rodillas, debía implorar con todo mi corazón y mi alma al Padre a que revelase a su Hijo en mí. Volví a preguntar acerca del cómo debía hacerle mis plegarias, y me dijo: Vete y le hallarás sentado sobre un propiciatorio, donde permanece siempre para dar perdón y remisión a los que se le acercan". Le manifesté que no sabría qué decir cuando me presentaste a El, y me recomendó que le dijese palabras como éstas: "Dios, sé propicio a mí pecador", y "Hazme conocer y creer en Jesucristo, porque reconozco que si no hubiera existido su justicia o si no tuviera yo fe en ella, estaría del todo perdido". "Señor, he oído que eres un Dios misericordioso, y que has puesto a tu Hijo Jesucristo como Salvador del mundo, y que estás dispuesto a concedérselo a un pobrecito pecador como yo, y en verdad que soy pecador. Señor, manifiéstate en esta ocasión y ensalza tu gracia en la salvación de mi alma mediante tu Hijo Jesucristo. Amén."

CRISTIANO — ¿Y lo hiciste así?

ESPERANZA — Sí; una y mil veces.

CRISTIANO — ¿Y el Padre te reveló a su Hijo?

ESPERANZA — No; ni la primera, ni la segunda, ni la tercera, ni la cuarta, ni la quinta, ni aun la sexta vez.

CRISTIANO — ¿Y qué hiciste al ver esto?

ESPERANZA — No sabía qué hacer.

CRISTIANO — ¿No estuviste tentado a abandonar la oración?

ESPERANZA — Sí; doscientas veces.

CRISTIANO — ¿Y cómo es que no lo hiciste?

ESPERANZA — Porque creía que era verdad lo que me había dicho, a saber: que sin la justicia de este Cristo, ni todo el mundo sería poderoso para salvarme, y, por tanto, discurría así conmigo mismo: Si lo dejo, me muero, y de todos modos quiero más morir al pie del trono de la gracia. Además, me vinieron a la memoria estas palabras: "Aunque se tardare, espéralo, que sin duda vendrá; no tardará". Así, seguí orando hasta que el Padre me revelase a su Hijo.

CRISTIANO — ¿Y cómo te fue revelado?

ESPERANZA — No le vi con los ojos del cuerpo, sino con los del entendimiento. Y fue de esta manera: Un día estaba tristísimo, más triste, según me parece, que jamás había estado en mi vida, siendo causada esta tristeza por una nueva revelación de la magnitud y vileza de mis pecados, y cuando yo no esperaba otra cosa que el infierno, la eterna condenación de mi alma, de repente me pareció ver al Señor Jesús mirándome desde el cielo, y diciéndome: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo”.

Pero —contesté—, Señor, soy un pecador grande, muy grande". Y me respondió: "Bástate mi gracia". Volví a decirle: "Pero, Señor, ¿qué cosa es creer?" Y vi por aquel dicho: "El que a mí viene nunca tendrá hambre y el que en mí cree, no tendrá sed jamás, que el creer y el venir era todo una misma cosa, y que aquél que; es decir, que corre en su corazón y afectos tras la salvación por Cristo, aquél, en realidad, cree en Cristo. Entonces vinieron las lágrimas a mis ojos y seguí preguntando. "Pero, Señor, ¿puede, en verdad, un pecador tan grande como yo ser aceptado de ti y salvo por ti?" Y le oí decir: "Al que a mí viene no le echo fuera". Y dije "Pero, Señor, ¿cómo he de pensar de ti, al venir a ti para que mi fe esté bien puesta en ti?" Y me dijo: "Jesucristo vino al mundo por salvar a los pecadores". El es el fin de la ley para justicia a todo aquel que. "El fue entregado por nuestros delitos y resucitado para nuestra justificación". "Nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre". "El es el mediador entre Dios y nosotros". "El vive siempre para interceder por nosotros". De todo lo cual colegí que buscar mi justificación en su persona, y la satisfacción de mis pecados en su sangre; que lo que hacía El, obedeciendo a la ley de su Padre y sometiéndose a la pena de ella, no era para sí mismo, sino para aquel que lo quiere aceptar para su salvación y que es agradecido; y entonces mi corazón se llenó de gozo, mis ojos de lágrimas y mis afectos rebosando de amor al nombre, al pueblo y a los caminos de Jesucristo.

CRISTIANO — Esta era, en verdad, revelación de Cristo a tu alma, pero especifícame los efectos que produjo en tu espíritu.

ESPERANZA — Me hizo ver que todo el mundo, a pesar de toda su propia justicia, está en estado de condenación; que Dios el Padre, aunque es justo, puede con justicia justificar al pecador que viene a El; me hizo ponerme grandemente avergonzado de mi vida anterior, y me humilló, haciéndome conocer y sentir mi propia ignorancia, porque hasta entonces no había venido un solo pensamiento a mi corazón que de tal manera me hubiese revelado la hermosura de Jesucristo; me hizo desear una vida santa, y anhelar el hacer algo para la honra y gloria del nombre del Señor Jesús; hasta me pareció que si tuviera ahora mil vidas, estaría dispuesto a perderlas todas por la causa del Señor Jesús

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