viernes, 14 de septiembre de 2007

El progreso del peregrino - Capítulo XI

CAPITULO XI

Cristiano encuentra en Fiel un compañero excelente; pero el temor recomendable de juntarse con él le enseña y nos enseña a ser muy cautos en elegir los compañeros de religión. Juntos, por fin, tienen conversaciones muy provechosas.

Después de todo esto, nuestro peregrino llegó a una altura que de intento había sido allí levantada para que los peregrinos pudiesen desde ella descubrir más camino. Habiéndola subido, vio muy delante a Fiel, y dándole voces, le dijo: — ¡Eh, eh! Espera y andaremos juntos el camino.

Fiel miró hacia atrás, oyó un nuevo llamamiento de Cristiano, y contestó: —No, no; está en peligro mi vida, pues viene detrás de mí el vengador de sangre—. Esto molestó algo a Cristiano; pero haciendo un gran esfuerzo, pronto alcanzó a Fiel y aun le pasó, y así el último llegó a ser el primero. Entonces se sonrió, vanagloriándose por haberse adelantado a su hermano; pero no mirando bien dónde pisaba, de repente tropezó y cayó, y no pudo levantarse hasta que Fiel llegó a socorrerle. Entonces vi en mi sueño que siguieron juntos en la mayor armonía, discurriendo dulcemente sobre todo lo que les había pasado en su viaje. Cristiano abrió la conversación, diciendo:

CRISTIANO — Muy honrado y querido hermano Fiel: me alegro de haberte alcanzado, y de que Dios haya templado de tal suerte nuestros espíritus que podamos andar como compañeros en este tan agradable camino.

FIEL — Mi pensamiento había sido venir contigo desde nuestra ciudad; pero tú te adelantaste y me he visto precisado a venir solo.

CRISTIANO — ¿Cuánto tiempo permaneciste aún en la ciudad antes de ponerte en camino detrás de mí?

FIEL — Hasta que ya no pude sufrir más; porque se habló mucho, así que saliste, de que en breve iba a ser reducida a cenizas por fuego del cielo.

CRISTIANO — ¿Cómo? ¿Hablaban nuestros vecinos de esta manera?

FIEL — Sí por cierto; por algún tiempo no se hablaba de otra cosa.

CRISTIANO — ¿Y a pesar de eso sólo tú quisiste ponerte a salvo?

FIEL — Aunque, como he dicho, se hablaba mucho de ello, me parece que no lo creían firmemente, porque en el calor de la discusión oí que algunos hacían burla de ti y tu viaje, calificándolo de desesperado. Pero yo creí, y todavía creo, que al fin nuestra ciudad será abrasada con fuego y azufre de lo alto: por lo mismo me he escapado.

CRISTIANO — ¿No oíste hablar del vecino Flexible?

FIEL — Sí; oí que te había seguido hasta llegar al pantano del Desaliento, en donde se dijo que había caído, pues él no quería se supiese lo que le había sucedido: pero una cosa vimos todos: que llegó a su casa bien encenagado.

CRISTIANO — ¿Y qué le dijeron los vecinos?

FIEL — Desde su vuelta ha sido objeto de irrisión y desprecio entre toda clase de gente, y casi nadie quiere emplearle. Está ahora mucho peor que si nunca hubiera salido de la ciudad.

CRISTIANO — Pero, ¿cómo se explica que en tan mala opinión le tengan, cuando ellos desprecian el camino que él abandonó?

FIEL — Le llaman renegado, pues no ha sido fiel a su profesión. Yo creo que Dios ha excitado hasta sus enemigos para que se le mofen y sea hecho el oprobio de todos porque ha abandonado su camino.

CRISTIANO — ¿Hablaste con él antes de emprender tu viaje?

FIEL — Un día le encontré en la calle; pero volvió la vista al otro lado, como avergonzándose de lo que había hecho; así es que nada hablamos.

CRISTIANO — A la verdad, cuando empecé mi viaje, tenía alguna esperanza sobre él; pero ahora me temo que perecerá en la ruina de la ciudad, porque le ha sucedido lo de aquel verdadero proverbio: "El perro volvió a su vómito y la puerca lavada a revolcarse en el cieno".

FIEL — Esos mismos temores tengo; pero, ¿quién puede impedir lo que ha de venir?

CRISTIANO — Es verdad. No hablemos más de él; ocupémonos de cosas que tocan más inmediatamente a nosotros mismos. Dime ahora: ¿qué es lo que has pasado en el camino que has andado? Porque seguro estoy que has encontrado algunas cosas que merecen escribirse.

FIEL — Me libré del Pantano en el que, según veo, caíste tú, y llegué a la portezuela sin ese peligro; pero encontré a una tal Sensualidad, de quien estuve a punto de recibir gran daño.

CRISTIANO — Dichoso tú que te escapaste de sus lazos; por ella se vio José en grande apuro, y de ella se libró, como tú lo has hecho, pero no sin gran peligro de su vida. Y ¿qué fue lo que te hizo?

FIEL — A no haberla oído uno mismo, no puede figurarse cuan lisonjera es su lengua; me estrechó mucho para desviarme del camino, prometiéndome toda clase de placeres.

CRISTIANO — De seguro que no te prometió el placer y la paz de una buena conciencia.

FIEL — Ya sabes que hablo de placeres carnales.

CRISTIANO — Da gracias a Dios que te ha librado de ella; aquel contra quien Jehová estuviere airado caerá en su sima.

FIEL — A la verdad no sé si del todo me libré.

CRISTIANO — Pero, ¿seguramente no consentiste a sus deseos?

FIEL — No, hasta contaminarme, porque tuve presente un antiguo escrito que había visto: "sus pies descienden la muerte". Así, cerré mis ojos para no ser hechizado con sus miradas. Entonces me injurió con sus palabras, y seguí mi camino.

CRISTIANO — ¿No encontraste alguna otra oposición?

FIEL — Cuando llegué al pie del collado Dificultad me encontré con un hombre muy anciano, que me preguntó: nombre y mi dirección, y cuando se lo hube dicho me añadió: "Me pareces un joven honrado; ¿quieres quedarte a mi servicio, en la seguridad de que has de ser bien pagado? Entonces le pregunté su nombre y dónde vivía, me dijo que su nombre era Adán primero, y que moraba en la ciudad de Engaño. Le pregunté cuál era su trabajo y cuál el salario que me había de dar, y me respondió: "Mi trabajo es muchas delicias, y tu salario ser, al fin, mi heredero." Le pregunté de nuevo sobre el mantenimiento que daba y qué otros servidores tenía, a lo que me contestó, que en su casa había toda especie de regalos de este mundo, y que sus siervos eran los que él mismo engendraba.

Volví entonces a preguntarle cuántos hijos tenía: "Sólo tengo tres hijas" —me dijo. —"Concupiscencia de la carne, Concupiscencia de los ojos y Soberbia de la vida", y que me casaría con ellas, si yo así lo deseaba. Por fin le pregunté cuánto tiempo quería tenerme a su servicio, y él dijo que todo cuanto él viviera.

CRISTIANO — Bien; ¿y en qué quedasteis por fin?

FIEL — Al principio no dejé de sentirme algo dispuesto a ir con él, porque me pareció que hablaba bastante en; pero, fijándome en su frente, según hablábamos, vi este letrero: "Despojaos del viejo hombre con sus obras."

CRISTIANO — ¿Y entonces?

FIEL — ¡Ah! Entonces se clavó en mi mente como con hierro de fuego el pensamiento de que, por más que me lisonjeaba, cuando me tuviese ya en su poder me vendería como esclavo. "No os molestéis más —le dije—, porque ni aun acercarme quiero a la puerta de vuestra casa." Entonces me injurió mucho, y me aseguró que enviarla tras de mí a uno que haría muy amargo el camino a mi alma. Le volví, pues, las espaldas para seguir mi camino; pero en ese mismo instante sentí que me había cogido y tirado tan fuertemente de mi carne, que creí que se había llevado parte de mí mismo, lo cual me hizo exclamar: "Miserable hombre de mí". Y seguí mi camino por el collado arriba.

Ya había subido hasta la mitad, cuando mirando atrás vi a uno que me seguía más ligero que el viento, y me alcanzó precisamente donde está el cobertizo.

CRISTIANO — Tristes recuerdos tiene aquel cobertizo para mí. Allí justamente me senté yo para descansar, y habiéndome vencido el sueño, se cayó de mi seno este pergamino.

FIEL — Déjame continuar, buen hermano; al instante que este hombre me alcanzó me dio tan fuerte golpe, eme me arrojó al suelo, dejándome por muerto.

Le pregunté la causa de este mal tratamiento, y me respondió: "Porque secretamente te inclinaste al Adán primero"; y al decir esto me dio otro golpe mortal en el pecho que me hizo caer de espaldas, dejándome medio muerto a sus pies. Cuando volví en mí, le pedí misericordia; más su contestación fue: "Yo no sé mostrar misericordia"; y de nuevo me arrojó al suelo, y seguramente hubiera acabado conmigo a no haber pasado por allí Uno, que le mandó detenerse.

CRISTIANO — ¿Y quién era ese?

FIEL — No le conocí al principio; pero al pasar me apercibí de las heridas de sus manos y costado, y por ahí comprendí que era el Señor. Gracias a El, pude seguir mi camino collado arriba.

CRISTIANO — El hombre que te alcanzó era Moisés; no perdona a nadie, ni sabe compadecerse de los que quebrantan su ley.

FIEL — Lo sé perfectamente, pues no era la primera vez que me había encontrado; él fue el que, cuando estaba quieto en mi casa, vino y me aseguró que la quemaría y que haría que se desplomase sobre mi cabeza si permanecía allí por más tiempo.

CRISTIANO — Pero, ¿no viste la casa que estaba en la cima del collado en que te encontró Moisés?

FIEL — Sí, por cierto, y vi también los leones que había antes de llegar a ella; pero creo que estaban dormidos, porque pasé cerca de las doce del día; y como me quedaban aún tantas horas de sol, no me detuve a hablar con el portero, y tomé la cuesta abajo del collado.

CRISTIANO — Es verdad. Ahora recuerdo que me dijo que te había visto pasar; pero me hubiera alegrado que te hubieses detenido en la casa, porque hubieras visto muchas cosas tan raras, que difícilmente las hubieras olvidado en los días de tu vida. Pero dime, ¿no encontraste a nadie en el valle Humillación?

FIEL — Me encontré a Descontento, que trató de persuadirme a que retrocediera con él; pues, según él creía, ese valle estaba completamente sin honor. Me dijo, además que el andar en él sería desagradar a todos mis amigos -Soberbia, Arrogancia, Amor propio, Gloria mundana y otros que él sabía seguramente se darían por muy ofendidos si yo era tan necio que me empeñaba en pasar ese valle.

CRISTIANO — Bueno, ¿y qué le contestaste?

FIEL — Le dije que, aunque todos los que acababa de nombrar pudieran alegar parentesco conmigo, porque lo tienen según la carne, sin embargo, desde que empecé este camino renunciaron a tal parentesco, y yo, por mi parte les correspondí en la misma moneda; de suerte que ahora no eran para mí más que como si nunca hubiésemos sido parientes. Le añadí que en cuanto al valle, estaba completamente equivocado, porque delante de la honra está la humildad, y antes de la caída, la altivez de espíritu; por lo cual —le dije—: más bien prefiero pasar por este valle a la honra que tienen por tal los más sabios, que escoger lo que tú estimas más digno de nuestros afectos.

CRISTIANO — ¿No encontraste a nadie más?

FIEL — Sí: me encontré con un tal Vergüenza; pero entre cuantos he encontrado en mi peregrinación, éste me pareció al que menos le cuadra su nombre. Otros aceptan un no, después de alguna argumentación; pero este descarado nunca se decide a dejarnos.

CRISTIANO — Pues, ¿qué te dijo?

FIEL — ¿Qué me dijo? Ponía objeciones a la misma Religión; decía que era una cosa vergonzosa, baja y mezquina en un hombre ocuparse de Religión; que una conciencia sensible era una cosa afeminada, y que rebajarse el hombre hasta el punto de velar sobre sus palabras, y desprenderse de esta libertad altiva que se permiten los espíritus fuertes de estos tiempos le haría la irrisión de todos. Objetó también que sólo un corto número de los poderosos, ricos o sabios, habían sido jamás de mi opinión, y que ninguno de ellos lo fue hasta que se decidió a ser necio, y arriesgar voluntariamente la pérdida de todo por un algo que nadie sabe lo que es. "Mirad, si no —añadió—, el estado y condición bajos y serviles de los peregrinos de cada época, y veréis su ignorancia y falta de civilización y conocimiento de las ciencias". Sobre esto argumentó largo rato y sobre otros muchos puntos por el estilo que podría contar, como, por ejemplo, que era vergonzoso estar gimiendo y llorando al oír un sermón, volver a su casa con la cara compungida, pedir al prójimo perdón por faltas leves y restituir lo hurtado; añadió también que la Religión hace al hombre renunciar a los grandes y poderosos por algunos pequeños vicios que en ellos haya (cuyos vicios calificó con nombres mucho más suaves) y le hace reconocer y respetar a los miserables como hermanos en religión. "¿No es esto —exclamó—una vergüenza?"

CRISTIANO — Y ¿qué le contestaste?

FIEL — ¿Qué? Al principio no sabía qué decir, pues tanto me apuró que se agolpó la sangre a mi rostro. La misma Vergüenza vino a mi cara y casi me venció. Pero por fin empecé a considerar que lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación. Que este Vergüenza me dice lo que son los hombres; pero nada de lo que es Dios ni su Palabra y pensamientos; que en el día el juicio no se nos ha de sentenciar a muerte o vida según los espíritus orgullosos del mundo, sino según la sabiduría y la ley del Altísimo. Por tanto—añadí—, es seguramente lo mejor lo que Dios dice ser mejor, aunque a ello se opongan todos los hombres del mundo. Visto, pues, que Dios prefiere su propia religión; visto que prefiere una conciencia delicada; visto que son los más cuerdos los que se hacen necios por el reino de los cielos, y un pobre que ama a Cristo es más rico que el más poderoso del mundo, si éste no le ama, fuera, pues, de mí, ¡Vergüenza! Eres un enemigo de mi salvación; ¿te he de atender a ti con menoscabo de mi Señor y Soberano? Si eso hago, ¿cómo podré mirarle cara a cara el día de su venida? Si ahora me avergonzare de sus caminos y de sus siervos, ¿cómo podré esperar la bendición?

En verdad que este Vergüenza era un villano atrevido. Con mucha dificultad lo pude echar de mi compañía, y aun después me estuvo molestando con sus visitas e insinuándome al oído ya una, ya otra de las flaquezas de los que siguen la Religión; pero por fin le hice comprender que perdía miserablemente el tiempo en este negocio, porque las cosas que él desdeñaba, precisamente en ellas veía yo más gloria; sólo así pude verme libre de sus importunidades, y entonces, desahogando mi corazón, en alta voz, comencé a cantar:

Los que obedecen a la voz del cielo

Muchas pruebas tendrán

Gratas para la carne, seductoras,

Que no sólo una vez les tentarán.

En ellas puede el débil peregrino

Ser tomado," vencido y perecer.

¡Alerta, viador! Pórtate en ellas

Como quien eres y podrás vencer.

CRISTIANO — Me alegro, hermano, que con tanta valentía hicieras frente a ese bribón, porque él, entre todos, como dices, es a quien cuadra menos el nombre que lleva. Es un osado que nos sigue hasta en las calles, procura avergonzarnos delante de todos; es decir: que nos avergoncemos de lo bueno. Si no fuera tanto su atrevimiento, ¿cómo había de hacer lo que hace? Pero resistámosle, porque a pesar de todas sus bravatas sólo consigue su objeto con los necios, y con nadie más. Dijo Salomón: "Los sabios heredarán honra, pero los necios sostendrán ignominia".

FIEL — Me parece que nos es muy necesario pedir a Aquél que quiere que seamos valientes para la verdad en la tierra, que nos dispense su ayuda contra Vergüenza.

CRISTIANO — Dices verdad. ¿Pero no encontraste a nadie más en ese valle?

FIEL — No; porque tuve la luz del sol todo lo restante del camino de ese valle, y también en el de Sombra-de-muerte.

CRISTIANO — Buena suerte fue la tuya; no la tuve yo tan dichosa. Tan pronto como entré en ese valle, tuve que sostener un largo y terrible combate con aquel maligno llamado Apollyón; yo temí quedar entre sus manos; sobre todo cuando me tuvo debajo de sus pies; me aplastaba como si quisiera despedazarme; en el acto de arrojarme al suelo, mi espada se cayó de mi mano, y entonces le oí gritar: "Ya te tengo seguro." Pero clamé al Señor, y El me oyó y me libró de todas mis angustias. Después entré en el valle do Sombra-de-muerte, y casi la mitad del camino tuve que andarlo a oscuras; me figuré muchas veces que iba a perecer; pero por fin amaneció el día, se levantó el sol, y ya pude andar lo restante del camino con mucha más tranquilidad y sosiego

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