viernes, 14 de septiembre de 2007

EL progreso del peregrino - Capítulo IX


CAPITULO IX

Entra Cristiano en el valle de Humillación, en donde es asaltado con fiereza por Apollyón; mas le vence con la espada del espíritu y la fe en la Palabra de Dios.

Entonces se decidió ya la marcha, y consintieron en ello los habitantes del Palacio; pero antes lo llevaron otra vez a la Armería, y allí le armaron de pies a cabeza con armas a toda prueba para defenderse en el camino, caso de ser asaltado. Después le acompañaron hasta la puerta, en donde preguntó al Portero si, durante su estancia en el palacio, había pasado algún peregrino, a lo cual le respondió afirmativamente.

CRISTIANO — ¿Le conocéis, por ventura?

PORTERO — No; más pregunté su nombre y me dijo que se llamaba FIEL

CRISTIANO — ¡Oh! Yo sí le conozco; es paisano y vecino mío; viene del lugar donde yo nací; ¿cuánto te parece que se habrá adelantado?

PORTERO — Pues ya habrá bajado todo el collado.

CRISTIANO — Bien, buen Portero; el Señor sea contigo, y te aumente sus bendiciones por la bondad que has mostrado conmigo.

Y emprendió su marcha; pero quisieron acompañarlo hasta el pie del collado Discreción, Piedad, Caridad y Prudencia, con quienes continuó por el camino los discursos que antes habían tenido.

Llegados a la cuesta, dijo:

CRISTIANO — Difícil me pareció la subida; pero no debe ser menos peligrosa la bajada.

PRUDENCIA — Así es; peligroso es, sin duda, para un hombre ascender al valle de Humillación, que es adonde vas ahora, y no tener algún tropiezo; por eso hemos salido para acompañarte.

Luego comenzó a descender Cristiano con mucho cuidado, pero no sin tropezar más de una vez. Cuando hubieron llegado al fin de la cuesta, los amigos se despidieron de él, y le dieron una hogaza de pan, una botella de vino y un racimo de pasas.

Ya en el valle, empezó muy pronto Cristiano a sentir apuros; pocos pasos había dado, cuando vio venir hacia sí un demonio abominable, cuyo nombre era Apollyón. Empezó, pues, Cristiano a tener miedo y a pensar si sería mejor volver o mantenerse firme en su puesto. Mas se acordó que no tenía ninguna armadura en sus espaldas, y, por tanto, volverlas al enemigo sería darle grande ventaja, pues con facilidad le podría herir con sus saetas. Por esto se decidió a tener valor y mantenerse firme, porque éste, sin duda, era el único recurso que le quedaba para salvar su vida.

Prosiguiendo, pues, su marcha, se encontró muy pronto con el enemigo. El aspecto de este monstruo era horrible: estaba vestido de escamas como de pez, de lo cual se gloriaba; tenía alas como de dragón y pies como de oso; de su vientre salía fuego y humo, y su boca era como la boca del león. Cuando llegó a Cristiano lanzó sobre él una mirada de desdén, y le interpeló de esta manera:

APOLLYÓN — ¿De dónde vienes y adonde vas?

CRISTIANO — Vengo de la ciudad de Destrucción, que es el albergue de todo mal, y me voy a la ciudad de Sión.

APOLLYÓN — Lo cual quiere decir que eres uno de mis súbditos, porque todo aquel país me pertenece y soy el príncipe y el dios de él; ¿cómo así te has sustraído del dominio de tu rey? Si no confiara en que me has de servir todavía mucho, de un golpe te aplastaría hasta el polvo.

CRISTIANO — Es verdad que nací dentro de tus dominios; pero tu servicio era tan pesado y tu paga tan miserable, que no me bastaba para vivir, porque la paga del pecado es la muerte. Así es que, cuando llegué al uso de la razón, actué como las personas de juicio: pensé en mejorar de suerte.

APOLLYÓN — No hay príncipe alguno que así tan ligeramente quiera perder súbditos; yo, por mi parte, no quiero perderte a ti; mas puesto que te quejas del servicio y de la paga, vuélvete de buena voluntad, pues te prometo darte lo que nuestro país puede dar de sí.

CRISTIANO — Estoy ya al servicio de otro, a saber, el Rey de los reyes, y sin faltar a la justicia, ya no puedo volver contigo.

APOLLYÓN — Has obrado, como dice el adagio, cambiando un mal por otro peor; pero sucede de ordinario que los que han profesado ser tus siervos, se emancipan al poco tiempo de él, y con mejor acuerdo vuelven a mí; hazlo tú así, y todo te irá bien.

CRISTIANO — Le he dado mi palabra y le he jurado fidelidad; si ahora me vuelvo atrás, ¿no debo esperar el ser ahorcado por traidor?

APOLLYÓN — Lo misino hiciste conmigo, y, no obstante, estoy dispuesto a pasar por todo si ahora quieres volver.

CRISTIANO — Lo que te prometí fue antes de que llegara la adolescencia, y por esta razón no tiene valor alguno; además, cuento con que el príncipe bajo cuyas banderas ahora estoy podrá absolverme y perdonar todo lo que hice por darte gusto. Y, sobre todo, quiero decirte la verdad: su servicio, su paga, sus siervos, su gobierno, su compañía y su país me gustan muchísimo más que los tuyos; no pierdas, pues, el tiempo intentando persuadirme; soy su siervo y estoy resuelto a seguirle.

APOLLYÓN — Piensa bien, ya que conservas todavía tu serenidad y sangre fría, lo que muy probablemente encontrarás en el camino por donde vas. Te consta que en su mayor parte sus siervos tienen un fin desgraciado, porque son transgresores contra mí y contra mis caminos; ¡cuántos de ellos no han sido víctimas de una muerte vergonzosa! Y además, si su servicio es mejor que el mío, ¿por qué nunca hasta el día de hoy ha salido de donde está para librar a los que le sirven? Yo, por el contrario, ¡cuántas veces, según puede atestiguar el mundo entero, he librado, sea por poder, sea por fraude, a los que me servían fielmente, de las manos de él y de los suyos, aun teniéndolos debajo de su poder! Y te prometo que te libraré a ti.

CRISTIANO — El porqué, al parecer, retardar el librarnos, es en verdad para probar su amor y ver si le permanecen fieles hasta el fin; y en cuanto al fin desgraciado que, según dices, tuvieron, precisamente ha sido para ellos lo más glorioso. Porque la salvación presente no la esperan; saben que hay que dar treguas para llegar a su gloria, y ésta la tendrán cuando su Príncipe venga en la suya y en la de los santos ángeles.

APOLLYÓN — Habiendo ya una vez sido infiel en su servicio, ¿cómo puedes pensar que recibirás de él salario?

CRISTIANO — Pues, ¿en qué he sido infiel?

APOLLYÓN — Por de pronto, en el mismo momento de salir desfalleciste, al verte casi ahogado en el Pantano del Desaliento; después pretendiste por diferentes caminos buscar el sacudir la carga que te abrumaba, debiendo haber esperado hasta que tu Príncipe te la hubiera quitado. Luego te dormiste culpablemente, perdiendo allí tu mejor prenda; también casi te resolviste a volver por miedo de los leones, y, sobre todo, cuando hablas de tu viaje y de lo que has visto y oído, interiormente te domina el espíritu de vanagloria en todo lo que dices y haces.

CRISTIANO — Tienes mucha razón en todo lo que dices, y has dejado mucho más que pudieras decir; pero el Príncipe a quien sirvo y honro es misericordioso y perdonador. Además, te olvidas de que estas flaquezas se habían apoderado de mí mientras estaba en tu país; allí se me infiltraron, y me han costado muchos gemidos y pesares; pero me he arrepentido de ellas, y el Príncipe me las ha perdonado.

Entonces Apollyón no pudo contener su rabia, y prorrumpió en estos improperios: —Yo soy enemigo de ese Príncipe; aborrezco su persona, sus leyes y su pueblo, y he salido con el propósito de impedirte el paso.

CRISTIANO — Mira bien lo que haces, ¡oh Apollyón!, porque estoy en el camino real, en el camino de santidad, y, por consiguiente, considera bien lo que intentas hacer.

Entonces Apollyón extendió sus piernas hasta ocupar todo lo ancho del camino, y dijo: —No creas que te temo en esta materia; prepárate para morir, porque te juro por mi infernal caverna que no has de pasar; aquí derramo tu alma. —Y en el acto arrojó con gran furia un dardo encendido a su pecho; pero teniendo un escudo en su mano, Cristiano lo recibió en él, y evitó ese peligro.

Cristiano desenvainó después su espada, porque vio que ya era tiempo de acometer, y Apollyón se lanzó sobre él arrojando dardos tan espesos como el granizo, en términos que, a pesar de los esfuerzos de Cristiano, salió herido en su cabeza, manos y pies, lo cual le hizo ceder algún tanto. Apollyón aprovechó esta circunstancia y acometió con nuevos bríos; pero Cristiano, recobrándose, resistió tan denodadamente como pudo.

Este combate furioso duró cerca de medio día, hasta que casi se agotaron las fuerzas de Cristiano, porque, a causa de sus heridas, iba estando cada vez más débil.

Apollyón no desaprovechó esta ventaja, y ya no con dardos, sino cuerpo a cuerpo, le acometió, siendo tan terrible la embestida, que Cristiano perdió la espada.

—Ahora ya eres mío— dijo Apollyón, oprimiéndole tan fuertemente al decir esto, que casi le ahogó, en términos que Cristiano ya empezaba a desesperar de su vida; pero quiso Dios que, en el momento de dar el golpe de gracia, Cristiano, con sorprendente ligereza, asió la espada del suelo, y exclamó: —(No te huelgues de mí, enemigo mío, porque aunque caigo he de levantarme —y le dio una estocada mortal que le hizo ceder, como quien ha recibido el último golpe. Al verlo Cristiano, cobra nuevos bríos, acomete de nuevo, diciendo: —Antes en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó. —Apollyón abrió entonces sus alas de dragón, huyó apresuradamente, y Cristiano no le volvió a ver más por algún tiempo.

Durante este combate, nadie que no lo haya visto u oído, como yo, puede formar idea de cuan espantosos y horribles eran los gritos y bramidos de Apollyón, cuyo hablar era como el de un dragón y, por otra parte, cuan lastimeros eran los suspiros y gemidos que lanzaba Cristiano salidos del corazón. Larga fue la pelea, y, sin embargo, ni una sola vez vi en sus ojos una mirada agradable, hasta que hubo herido a Apollyón con su espada de dos filos; entonces sí, miró hacia arriba y se sonrió. ¡Ay! Fue éste el espectáculo más terrible que yo he visto jamás.

Concluida la pelea, Cristiano pensó en dar gracias a Aquél que le había librado de la boca del león, a Aquél que le auxilió contra Apollyón. Y puesto de rodillas, dijo:

Belcebú se propuso mi ruina, Mandando contra mí su mensajero A combatirme con furiosa inquina, Y me hubiera vencido en trance fiero; Mas me ayudó quien todo lo domina, Y así pude ahuyentarle con mi acero: A mi Señor le debo la victoria, Y gracias le tributo, loor y gloria.

Entonces una mano misteriosa le alargó algunas hojas del árbol de la vida; Cristiano las aplicó a las heridas que había recibido en la batalla, y quedó curado al instante. Después se sentó en aquel sitio para comer pan y beber de la botella que se le había dado poco antes. Así refrigerado, prosiguió su camino, con la espada desnuda en su mano, por si algún otro enemigo le salía al paso. Pero no encontró ya oposición alguna en todo este valle.

Mas sus pruebas no terminaron; ya había vencido el valle Humillación, y se encontró en otro que se llamaba valle de la Sombra-de-muerte, y era preciso pasar por él, porque el camino de la Ciudad Celestial le atravesaba. Este valle es un sitio muy solitario, como lo describe el profeta Jeremías: "Un desierto, una tierra desierta y despoblada, tierra seca y de sombra de muerte, una tierra por la cual no pasó varón, sí no era un cristiano, ni allí habitó hombre" (2).

Si terrible había sido la lucha de Cristiano con Apollyón, no lo fue menos la que aquí tuvo que sostener.

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