viernes, 14 de septiembre de 2007

El progreso del peregrino - Capítulo XII

CAPITULO XII

Verdadero retrato en Locuacidad de tantos falsos profesores de religión, que hacen consistir ésta en hablar mucho y no obrar nada.

En tan importante conversación marchaban, cuando vi en mi sueño que volviendo Fiel los ojos a un lado, vio un hombre que se llamaba Locuacidad, que iba, aunque un poco distante de ellos, a su derecha, porque allí ya el camino era ancho y había bastante lugar para todos. Era un hombre alto y mejor parecido a alguna distancia que de cerca, y dirigiéndose a él, le dijo:

FIEL — ¡Eh! ¡Amigo! ¿Adonde va usted? ¿Al país celestial?

LOCUACIDAD — Sí, señor, allá me encamino.

FIEL — Allá vamos todos. ¿Por qué no viene usted con nosotros y gozaremos de su amable compañía?

LOCUACIDAD — Con mucho gusto les acompañaré.

FIEL — Vamos, pues, juntos, y pasemos nuestro tiempo hablando de cosas provechosas.

LOCUACIDAD — Muy grato me es hablar de cosas buenas con ustedes o con otro cualesquiera, mucho me alegro de haberme encontrado con los que tienen afición a tan buena obra, porque, a la verdad, son pocos los que así emplean el tiempo de sus viajes; la mayor parte prefieren hablar de cosas fútiles, lo cual siempre me ha afligido mucho.

FIEL — Es en verdad muy lamentable, porque nada hay más digno de ocupar nuestra lengua y nuestros labios como con las cosas del Dios de los cielos.

LOCUACIDAD — ¡Cuánto me agrada oír a usted hablar de esta manera! Porque su lenguaje revela una profunda convicción. Es verdad; ¿hay nada comparable con el placer y provecho que se saca de hablar de las cosas de Dios? Si el hombre gusta de las cosas maravillosas, por ejemplo, de historia, de los misterios, milagros, prodigios y señales, ¿dónde podrá hallar lectura tan deliciosa y tan dulcemente escrita como en las Sagradas Escrituras?

FIEL — Es mucha verdad; pero debemos siempre procurar sacar provecho de nuestra conversación.

LOCUACIDAD — Eso mismo digo yo: hablar de esas cosas es muy provechoso, porque por ahí puede un hombre llegar al conocimiento de otras muchas, como son la vanidad de las cosas mundanas y el provecho de las celestiales. Esto en general; y descendiendo a particularidades, puede un hombre aprender la necesidad del nuevo nacimiento, la insuficiencia de sus obras, su necesidad de la justicia de Cristo, etcétera. Además, puede aprender en esta conversación lo que es arrepentirse, creer, orar, sufrir, y cosas por el estilo. Puede también enterarse de cuáles son las grandes promesas y consuelos del Evangelio para su propio solaz, y, por fin, puede llegar a conocer cómo se han de refutar las falsas opiniones, defender la verdad e instruir a los ignorantes.

FIEL — Mucha verdad es todo esto y mucho me gusta oír de usted tales cosas.

LOCUACIDAD — ¡Ay! La falta de esto es causa de que tan pocos entiendan la necesidad de la fe y de la obra de la gracia en su alma para alcanzar la vida eterna, y que vivan por ignorancia en las obras de la ley por las cuales en manera alguna puede el hombre llegar al reino de los cielos.

FIEL — Pero voy a decir, con permiso de usted, que el conocimiento espiritual de estas cosas es don de Dios. Ningún hombre las alcanza por sólo los esfuerzos humanos o por hablar de ellas.

LOCUACIDAD — Lo sé muy bien, porque nada podemos obtener que no sea dado de arriba. Todo es de gracia, no por obras; centenares de textos hay para confirmación de esto.

FIEL — Bueno; vamos ahora a girar nuestra conversación sobre un tema particular.

LOCUACIDAD — Sobre lo que usted quiera; hablaré de cosas celestiales o de cosas terrenales, de cosas morales o cosas evangélicas, de cosas sagradas o profanas, de cosas pasadas o venideras, de cosas extranjeras o del país, de cosas más esenciales o más accidentales. Y siempre con la condición de que todo se haga para provecho.

FIEL — (Maravillándose y acercándose a Cristiano, porque todo este tiempo había andado un poco retirado de ellos.) — ¡Qué buen compañero hemos encontrado; de seguro este hombre será un excelente peregrino!

CRISTIANO — (Sonriéndose modestamente.) — Este hombre de quien estás tan agradado es capaz de engañar con esa lengua a una veintena de los que no le conozcan.

FIEL — ¿Es que le conoces?

CRISTIANO — Sí; le conozco, y mejor que él se conoce a sí mismo.

FIEL — Pues, ¿quién es?

CRISTIANO — Se llama Locuacidad, y vive en nuestra ciudad; extraño que no le hayas conocido; supongo que es ir ser tan grande la ciudad.

FIEL — ¿De quién es hijo, y hacia, dónde vive?

CRISTIANO — Es hijo de un tal Bien-Hablado, y tenía su casa en el callejón Parlería, y sus amigos le conocen con nombre de Locuacidad; pero, a pesar de su agraciada lengua, es persona de poco más o menos.

FIEL — ¡Pues parece hombre bastante decente!

CRISTIANO — Sí, para los que no le conocen; porque parece mejor cuando está de viaje; en casa es otra cosa muy diferente. Cuando has dicho que parecía muy decente, he recordado lo que pasa con la obra de algunos pintores, cuyas pinturas tienen más vista a cierta distancia; pero que de cerca son muy poco agradables.

FIEL — No sé si tomar a chanza todo lo que estás diciendo, porque te veo sonreírte.

CRISTIANO — No quiera Dios que yo me agrade en este asunto, aunque me has visto sonreírme, ni permita Dios que yo acuse falsamente a nadie. Te voy a decir más todavía sobre él. Este hombre se acomoda a cualquier compañía y a cualquier modo de hablar: lo mismo que está hablando ahora contigo, hablará cuando esté en una taberna. Cuanto más licor tiene en la cabeza, tanto más charla estas cosas. La verdadera religión no existe ni en su razón, ni en su casa, ni en su vida; todo lo que tiene está en la punta de su lengua, y su religión consiste en hacer ruido con ella.

FIEL — ¿Lo dices de veras? Entonces estoy muy engañado con este hombre.

CRISTIANO — Sí; créeme con toda seguridad; estás muy equivocado; acuérdate del adagio "Dicen y no hacen", "porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en virtud". Habla de la oración, del arrepentimiento, de la fe y del nuevo nacimiento; pero nada de ello siente, no hace más que hablar; yo le tengo bien estudiado y observado, tanto en su casa como fuera de ella, y sé que lo que digo de él es la verdad. Su casa es tan falta de religión, como lo está de sabor la clara del huevo. Allí no hay oración ni señal alguna de arrepentimiento del pecado, y los irracionales, en su manera, sirven a Dios mucho mejor que él. El es la misma mancha, oprobio y vergüenza de la religión para todos los que le conocen. Apenas se puede oír por culpa de él una palabra buena en favor de la religión en todo el barrio donde vive; es ya un dicho común allí: "un santo fuera y un demonio en casa". Su pobre familia lo conoce muy bien, pues le ve tan grosero y tan iracundo para con todos, que ni saben qué hacer para agradarle, ni cómo hablarle. Los que tienen con él algún negocio, dicen, sin esconderse, que desearían más habérselas con un turco que con él, pues hallarían más honradez en un sectario de Mahoma. Si puede, no se escaparán de él sin engañarlos, defraudarlos y abusar de ellos. Lo peor del caso es que está educando a sus hijos a seguir sus pasos, y si huele en alguno de ellos algún necio temor (pues así llama a la primera señal de sensibilidad en la conciencia), los pone de torpes, necios y estúpidos hasta más no poder; se niega a ocuparlos en nada, y hasta resiste recomendarlos a nadie. Por mi parte creo firmemente que, por su vida malvada, ha sido causa de que muchos tropiecen y caigan; y si Dios no lo impide, será la ruina de muchos más.

FIEL — Bien, hermano, debo creerte, no sólo porque me has asegurado que le conoces, sino también porque, como Cristiano, darás verdadero testimonio de los hombres, porque no puedo pensar que digas estas cosas por odio o mala noluntad.

CRISTIANO — De no haberlo yo conocido, tal vez desde el principio hubiera tenido el mismo concepto de él que tú; si hubiera oído tal noticia solamente de los que son enemigos de la religión, todo lo hubiera tenido por calumnia, pues eso es lo que ordinariamente sucede en las bocas de los malos contra los nombres y profesión de los buenos.

Pero cuanto he dicho, y mucho más, puedo probártelo a ciencia cierta. Además, se avergüenzan de él los buenos; no le quieren ni por hermano, ni por amigo, y el sólo nombrarle entre ellos, si le conocen, los hace sonrojarse.

FIEL — Bueno. Ahora conozco que el decir y el hacer son dos cosas muy distintas, y de aquí en adelante tendré más presente esta distinción.

CRISTIANO — En efecto; son cosas tan distintas como el alma y el cuerpo; porque como el cuerpo sin el alma no es más que un cadáver, así el decir, si está sólo, no es tampoco sino un cadáver; el alma de la religión es la parte práctica; "la religión pura y sin mácula delante de Dios y Padre, es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha de este mundo". Locuacidad no lo entiende así; piensa que el oír el hablar hace al buen cristiano, y así tiene engañada a su propia alma. El oír no es más que la siembra de la palabra, y el hablar no es bastante para demostrar que hay fruto realmente en el corazón y en la vida. Y debemos estar bien seguros que en el día del juicio serán juzgados los hombres según sus frutos. No se les preguntará: ¿creísteis?, sino ¿practicasteis?, y según esto habrá de ser su juicio. Por eso el fin del mundo es comparado a la siega. Y sabes muy bien que los hombres en la siega no consideran más que los frutos. Esto no quiere decir que se pueda aceptar algo que no sea de fe; pero digo esto para mostrarte cuan poco valdrán en aquel día las profesiones y protestas de Locuacidad.

FIEL — Esto me hace recordar el dicho de Moisés cuando describe la bestia limpia. Es aquella que tiene las pezuñas hendidas y rumia; ha de reunir las dos circunstancias: tener hendida la pezuña y rumiar; no basta lo uno sin lo otro. La liebre rumia, pero es inmunda, porque no tiene las pezuñas hendidas, y esto es lo que pasa a Locuacidad: rumia, busca conocimientos, rumia sobre la palabra; pero no tiene las pezuñas hendidas, no se aparta del camino de los pecadores, sino a semejanza de la liebre: tiene el pie de perro o de oso, y, por tanto, es inmundo.

CRISTIANO — Has expuesto, en cuanto se me alcanza, el verdadero sentido evangélico de estos textos, y añadiré otro pensamiento. Pablo llama a los que son grandes habladores "metal que resuena y címbalo que retiñe". Es decir, como lo explica en otra parte: "cosas inanimadas que hacen sonidos". Cosas sin vida; es decir: sin la fe y la gracia verdaderas del Evangelio, y, por consecuencia, cosas que nunca podrán ser puestas en el reino de los cielos entre los que son hijos de la vida, aunque el sonido que hacen hablando sea como la de la lengua o la voz de un ángel.

FIEL — Por eso, al principio no me agradó mucho su compañía; pero ahora estoy hastiado de ella. ¿Cómo haremos para deshacernos de él?

CRISTIANO — Sigue mi consejo y haz lo que te digo, y pronto se fastidiará él también de estar a tu lado, a no ser que Dios toque su corazón y lo convierta.

FIEL — ¿Qué quieres que haga?

CRISTIANO — Oye, acércate a él y entra en algún discurso serio sobre el poder de la religión; y cuando lo haya aprobado, porque así lo hará, pregúntale indirectamente si es eso lo que él practica en su corazón, en su casa y en su vida.

Entonces Fiel, acercándose otra vez a Locuacidad, le dijo:

FIEL — Vamos, ¿qué tal va ahora?

LOCUACIDAD — Gracias, bien; aunque yo esperaba que hubiésemos hablado mucho más.

FIEL — Si usted quiere, nos dedicaremos a ello ahora, puesto que usted dejaba a mi elección proponer el asunto, propongo éste: ¿Cómo se manifiesta la gracia salvadora de Dios cuando existe en el corazón del hombre?

LOCUACIDAD — Es decir, que vamos a hablar sobre el poder de la gracia. Excelente cuestión, y estoy muy dispuesto a responder a usted; he aquí en breve mi respuesta: 1º Cuando existe la gracia de Dios en el corazón, causa en él un gran clamor contra el pecado. 2. °...

FIEL — Vamos despacio: consideremos cada cosa por sí sola. Me parece que debe usted decir más bien que se muestra inclinando al alma a aborrecer el pecado.

LOCUACIDAD — '¿Y qué? ¿Qué diferencia hay entre clamor contra el pecado y odiarlo?

FIEL — ¡Oh! Muchísima; puede un hombre, por política, clamar contra el pecado; pero no puede odiarlo sino en virtud de una piadosa antipatía contra él. A muchos he ido declamar grandemente contra el pecado desde el púlpito, y, sin embargo, han podido tolerarlo bastante bien en el corazón, en la casa y en la vida. Cuánto y con qué energía no clamó el ama de José como si hubiera sido muy casta, y, sin embargo, fue ella la que solicitó y de buena voluntad hubiera cometido el pecado. Los clamores de algunos contra el pecado son como los de una madre contra la niña que tiene sobre la falda: la llama sucia, y acto continuo la abraza y besa.

LOCUACIDAD — Parece que quiere usted cogerme por mis palabras.

FIEL — ¡No, yo no!; quiero solamente poner las cosas claras. ¿Y cuál es lo segundo por lo que demostraría a usted la existencia de la obra de la gracia en el corazón?

LOCUACIDAD — Un gran conocimiento de los misterios evangélicos.

FIEL — Esta señal debía usted ponerla la primera; pero, primera o última, también es falsa, porque pueden muy bien obtenerse conocimientos, y muchos, de los misterios del Evangelio, y con todo no tener ninguna obra de la gracia en el alma. Aún más: puede un hombre tener toda ciencia, y, sin embargo, no ser nada, y, por consecuencia, ni hijo de Dios. Cuando Cristo dijo: "¿Sabéis todas estas cosas?", y los discípulos contestaron afirmativamente, les añadió: "Bienaventurados sois si las hacéis." No pone la bienaventuranza en saberlas, sino en hacerlas; porque hay un conocimiento que no va acompañado de acción u obra: "el que conoce la voluntad de su amo y no la hace..." Puede, por tanto, un hombre saber tanto como un ángel, y, sin embargo, no ser cristiano; así que la señal que usted ha dado no es verdadera. En verdad, el conocer es lo que agrada a los habladores y jactanciosos; pero lo que agrada a Dios es el hacer. Esto no quiere decir que el corazón puede ser bueno sin conocimiento, porque sin él no vale nada el corazón. Hay, pues, conocimiento y conocimiento: conocimiento que se queda en la mera especulación de las cosas, y conocimiento que va acompañado de la gracia, de la fe y amor, y que hace al hombre practicar de corazón la voluntad de Dios. El primero de éstos satisface al hablador; mas el verdadero cristiano sólo se satisface con el otro. "Dame entendimiento y guardaré tu ley, y la observaré de todo corazón".

LOCUACIDAD — Veo a usted otra vez acechando mis palabras nada más; esto no creo que sea para edificación.

FIEL — Bueno, dejemos eso, y propongo a usted otra señal de cómo esta obra de la gracia se descubre donde existe.

LOCUACIDAD — ¡No, no!; es exento, porque veo que nos es imposible ponernos de acuerdo.

FIEL — Vaya, si usted no quiere, yo lo haré.

LOCUACIDAD — Puede usted hacer lo que guste.

FIEL — ¡Una obra de la gracia en el alma se descubre o al que la tiene o a los demás!; al que la tiene, de la manera siguiente: le da convicción de pecado, especialmente de la corrupción de su naturaleza y del pecado de incredulidad, por el cual es segura su condenación si no halla misericordia de parte de Dios por la fe en Cristo Jesús. La vista y el sentimiento de estas cosas obran en él dolor y vergüenza por su pecado. Encuentra, además, revelado en sí al Salvador del mundo, y ve la absoluta necesidad de unirse a El por toda su vida; con lo que principia el hambre y la sed de El, a las cuales está hecha la promesa. Ahora bien; según la fuerza o debilidad de la fe en su Salvador, así es su gozo y paz, así es su amor a la santidad, así son sus deseos de conocerle más y también de servirle en este mundo. Pero aunque, como he dicho, así se descubre, sin embargo, pocas veces puede conocerse que es la obra de la gracia, porque, ya su corrupción, ya su razón torcida, hacen que su mente vaya descaminada en esta materia; por tanto, aquél que tiene esta obra necesita un juicio muy sano antes de que pueda con certeza inferir que es obra de gracia.

A los demás se descubre de la manera siguiente: 1º, por medio de una confesión práctica de su fe en Cristo; 2. °, por una vida conforme con esa confesión, es a saber: una vida de santidad: santidad en el corazón, santidad en la familia (si la tiene) y santidad en su vida y trato con los demás. Esta santidad, por lo general, le enseña a aborrecer en su interior su pecado, y aborrecerse también a sí mismo en secreto por causa de él; a suprimirlo en su familia, y promover la santidad en el mundo, no sólo por su hablar, como puede hacerlo un hipócrita o charlatán, sino por una sujeción práctica en fe y amor al poder de la palabra. Ahora bien, señor mío; si tiene usted algo que objetar a esa breve descripción de la obra de la gracia, o a las maneras de manifestarse, puede usted hacerlo; si no, pasaré a proponer a usted otra segunda pregunta.

LOCUACIDAD — No, señor; no me toca al presente objetar, sino oír; exponga usted su segunda pregunta.

FIEL — Es ésta: ¿Ha experimentado usted en sí mismo esta primera parte de mi descripción? ¿Dan testimonio de ello su vida y su conversación, o consiste su religión en la palabra o en la lengua y no en el hecho y verdad? Le suplico, si está usted dispuesto a contestarme sobre esto, que no diga usted más que aquello a que Dios desde el cielo pueda dar un Amén y su conciencia pueda justificar. "Porque no el que se alaba a sí mismo el tal es aprobado, más aquél a quien Dios alaba." Además, es grande iniquidad el decir "yo soy de esta o de la otra manera", cuando su conversación y su vida y el testimonio de los vecinos lo desmienten.

LOCUACIDAD (Empezando a sonrojarse, pero recobrándose muy pronto.) —Ahora apela usted a la experiencia, a la conciencia y a Dios para justificar lo que ha dicho; no esperaba yo esta manera de discurrir. Por mi parte no estoy dispuesto a contestar a tales preguntas, porque no me considero obligado a ello, a no ser que usted se tome el oficio de catequizador, y aun entonces me reservo el derecho de no aceptarle a usted por juez ¿Pero querrá usted decirme con qué objeto me hace tales preguntas?

FIEL — Porque le he visto muy dispuesto a hablar, y me temo que en usted no haya más que ideas sin obras; y además, para decirle toda la verdad, he oído decir de usted que es un hombre cuya religión consiste en palabras, desmentidas por su vida. Se dice que es usted un borrón entre los cristianos, y deja usted muy mal parada la religión por su impía conversación y vida; que ya ha sido usted causa de que hayan tropezado algunos, y que muchos más corren, peligro de ser arruinados ¡por los malos caminos de usted! En usted la religión y la taberna, la avaricia, la impureza, la maledicencia, la mentira y las malas compañías, todo está fatalmente amalgamado. A usted se le puede aplicar lo que se dice de las rameras: que "son la vergüenza de su sexo"; así, es usted la vergüenza de todos los que profesan la religión.

LOCUACIDAD — Veo a usted propenso a prestar oídos a chismes, y que forma sus juicios con sobrada precipitación; por consiguiente, debe ser usted algún melancólico regañón, y así me despido de usted. Pasarlo bien.

En esto, llegándose Cristiano a su compañero, le dijo: —Ya te dije lo que iba a suceder; no podían armonizarse tus palabras y las concupiscencias de ése; prefiere abandonar tu compañía a reformar su vida. Váyase enhorabuena; él es el que pierde más; nos ha ahorrado la molestia de despedirlo. Además, haber continuado así con nosotros, hubiera sido para nosotros un borrón, y el apóstol dice: "Apártate de los tales."

FIEL — Sin embargo, me alegro de haber tenido con él este pequeño discurso, tal vez en alguna ocasión vuelva a pensar en ello; yo le he hablado con toda sinceridad, y así estoy limpio de su sangre, si perece.

CRISTIANO — Hiciste bien en hablar con tanta claridad. Desgraciadamente, hay en estos días muy poca sinceridad en el trato de los hombres, y esto hace que la religión sea tan repulsiva a muchos. Estos necios charlatanes, cuya religión es sólo la palabra, pues son corrompidos y vanos en su conversación (al ser también admitidos en la compañía de los piadosos), ponen perplejo al mundo, manchan el cristianismo y causan dolor a los sinceros. Ojalá que todos los trataran como tú lo has hecho: entonces buscarían el estar más en armonía con la religión, o se verían obligados a retirarse de la compañía de los santos.

¡Qué jactancia tenía Locuacidad! ¡Con qué orgullo y soberbia se inflaba como un pavo! ¡Qué presunción tan necia la suya de arrollarlo todo ante sí! Mas apenas Fiel empezó a hablar de la sinceridad de la religión, de su necesaria influencia en la vida, cuando, como la luna menguante, fue poco a poco declinando. Esto mismo sucederá al que no sea sincero en la religión y que no sienta su influencia en el alma.

Así caminaban hablando de los que habían visto en su viaje, y de esta manera se les hacía más fácil su camino, que de otro modo les hubiera sido muy penoso, porque entonces precisamente pasaban a través de un desierto.

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