viernes, 14 de septiembre de 2007

EL progreso del Peregrino - Capítulo VIII

CAPITULO VIII

Cristiano pasa en salvo entre los dos leones, y llega al palacio llamado Hermoso, donde le admiten con afa­bilidad y le tratan con atención y cariño.

A la vista del palacio, Cristiano apresuró su marcha, esperando encontrar en él alojamiento. Mas antes de lle­gar tropezó con un desfiladero, distante nada más que unos cien pasos del palacio, y a cuyos dos lados vio dos terribles leones. —Este es, sin duda, el peligro—dijo para sí—que ha hecho retroceder a Temeroso y Desconfianza. (Ni aquéllos ni él habían visto que los leones estaban ata­dos con cadenas.) —Yo, pues, también debo retroceder, porque veo que no me espera más que la muerte. Mas a este tiempo, observando el portero del palacio, cuyo nom­bre era Vigilante, la indecisión y peligro de Cristiano, le gritó: — ¿Tan pocas fuerzas tienes? No tengas miedo a los leones, pues están encadenados y puestos ahí solamente para prueba de la fe en unos y descubrimiento de la falta de ella en otros; sigue, pues, por medio del camino, y ningún daño te sobrevendrá.

Entonces Cristiano pasó, aunque lleno de temor a los leones; siguió cuidadosamente las instrucciones de Vigi­lante, y oyó, sí, los rugidos de aquellas fieras, pero ningún daño recibió. Batió palmas, y en cuatro saltos llegó a la portería del palacio, y preguntó a Vigilante:

CRISTIANO — ¿De quién es este palacio? ¿Me será permi­tido pasar en él la noche?

PORTERO. — Este palacio pertenece al Señor del Colla­do, y ha sido construido para servir de descanso y seguri­dad a los viajeros. Y tú, ¿de dónde vienes? ¿Y adon­de vas?

CRISTIANO — Vengo de la ciudad de Destrucción y me dirijo al Monte Sión; mas la noche me ha sorprendido en el camino y desearía, si en ello no hubiese inconveniente, pasarla aquí.

PORTERO — ¿Cuál es tu nombre?

CRISTIANO — Ahora me llamo Cristiano; mi nombre anterior era Singracia. Desciendo de la raza de Japhet, a la cual Dios persuadirá a morar en los tabernáculos de Seiri.

PORTERO — ¿Cómo has llegado tan tarde? El sol se ha puesto ya.

CRISTIANO — He tenido dos grandes desgracias. Primeramente me dejé rendir del sueño en el cenador de la cuesta del Collado; y como si con esto no hubiese perdido bastante tiempo, durmiendo se me cayó el rollo, cuya falta no noté hasta que estaba en la cima, por cuya razón tuve que volver atrás, y gracias al Señor, lo encontré. Estas han sido las causas de mi tardanza.

PORTERO — Bien está. Voy a llamar a una de las vírgenes para que hable contigo, y si le parece bien tu conversación, entonces te introducirá al resto de la familia, según las reglas de esta casa.

Hizo, pues, sonar una campanilla, a cuyo eco acudió una doncella, dotada de gravedad y hermosura, cuyo nombre era Discreción, la cual preguntó la causa por que la habían llamado.

PORTERO—Este hombre es un peregrino, que va desde la ciudad de Destrucción al Monte Sión; la noche le ha cogido en el camino, y está además muy fatigado; pregunta si se le podrá dar hospedaje aquí.

Entonces Discreción le interrogó sobre su viaje y los sucesos que en él habían tenido lugar, y habiendo obteni­do respuestas satisfactorias a todo, prosiguió preguntando:

DISCRECIÓN. — ¿Cómo te llamas?

CRISTIANO — Mi nombre es Cristiano; y sabiendo que este edificio ha sido precisamente levantado para seguridad y albergue de los peregrinos, quisiera me admitieseis en él a pasar la noche.

Discreción sonrió, al mismo tiempo que algunas lágri­mas se deslizaban por sus mejillas, y añadió: —Deja que llame a dos o tres de mi familia.—Y llamó a Prudencia, Piedad y Caridad, quienes, después de haber hablado un i ato con él, le introdujeron a la casa, muchos de cuyos moradores salieron a recibirle cantando: —Entra, bendito del Señor, pues para peregrinos como tú ha sido edificado este palacio.—Cristiano les hizo una reverencia, pasó ade­lante y, luego que hubo tomado asiento, le sirvieron un pequeño refrigerio mientras se le preparaba la cena. Y para que el tiempo no fuese perdido, entablaron con él el siguiente diálogo:

PIEDAD. — Vamos, buen Cristiano, tú has visto nuestro cariño y la benevolencia con que te hemos hospedado; cuéntanos, para nuestra edificación, algo de lo que en el viaje te ha sucedido.

CRISTIANO — Con mucho gusto, pues veo con placer vuestra buena disposición.

PIEDAD. — ¿Qué fue lo que te movió a emprender esta vida de peregrino?

CRISTIANO — Un eco tremendo que me estaba siempre di­ciendo al oído "si no sales de aquí, inevitablemente pere­cerás", me obligó a abandonar mi patria.

PIEDAD. — ¿Y por qué tomaste este camino y no otro?

CRISTIANO — Porque así lo quiso el Señor. Yo estaba tem­bloroso y llorando, sin saber adonde huir, cuando me salió al encuentro un hombre llamado Evangelista, que me di­rigió hacia la puerta angosta, que por mí solo, yo nunca hubiera encontrado, y me puso en el camino que me ha traído derechamente hasta aquí.

PIEDAD. — ¿Y no pasaste por la casa de Intérprete?

CRISTIANO — ¡Ah!, sí, y por cierto que mientras viva nun­ca olvidaré las cosas que allí me fueron enseñadas, espe­cialmente tres: primera, cómo Cristo mantiene en el co­razón la obra de la gracia a despecho de Satanás; segun­da, cómo el hombre, por su mucho y grave pecar, llega a desesperar de la misericordia de Dios, y tercera, la visión del que soñando presenciaba el juicio universal.

PIEDAD. — ¿Le oíste contar su sueño?

CRISTIANO — Sí, y en verdad era terrible, tanto que afligió mi corazón en gran manera; pero ahora me alegro mucho de haberlo oído.

PIEDAD. — ¿No viste más en casa de Intérprete?

CRISTIANO — ¡Oh!, sí; di un magnífico palacio, cuyos ha­bitantes estaban vestidos de oro, y a su entrada vi un atre­vido que, abriéndose camino por entre la gente armada que trataba de impedírselo, logró entrar, al mismo tiempo que oí las voces de los de dentro que le animaban a con­quistar la gloria eterna. De buena gana me hubiera estado un año entero en aquella casa; pero me restaba aún mucho camino que andar; así que dejé el palacio y emprendí otra vez mi marcha.

PIEDAD. — ¿Y qué te ocurrió luego en el camino?

CRISTIANO — Muy poco llevaba andado, cuando vi a uno, al parecer colgado de un madero, lleno todo Él de heridas —y de sangre, a cuya vista se cayó de mis hombros un peso muy molesto, bajo el cual iba yo gimiendo. Mi sorpresa fue muy grande, pues nunca había visto cosa semejante. Le miraba yo como embelesado, cuando se me acercaron tres Resplandecientes: el uno me aseguraba que mis pecados eran perdonados; el otro me quitó el vestido de andrajos que llevaba y me dio éste nuevo y hermoso que ves, y el tercero me selló en la frente y me dio este rollo.

PIEDAD. — Sigue, Cristiano; cuéntame, que algo más has —debido de ver.

CRISTIANO — He contado ya lo principal y lo mejor. También vi a tres, Simplicidad, Pereza y Presunción, durmiendo a la parte afuera del camino y con grillos en sus pies y por más que hice no los pude despertar. Después vi a Formalista e Hipocresía, que saltaron por encima de la pared y pretendían ir a Sión; pero muy luego se perdieron por no haberme creído. También hallé muy penosa la subida a este collado, y muy terrible el paso por entre las bocas de los leones; ciertamente, sin el buen portero, que con sus palabras me animó, tal vez me hubiera vuelto atrás. Pero, gracias a Dios, estoy aquí, y las doy también a ustedes por haberme recibido.

Después de este diálogo, Prudencia tomó la palabra y preguntó:

PRUDENCIA — ¿No piensas alguna vez en el país de donde vienes?

CRISTIANO — Sí, señora; aunque no sin mucha vergüenza y repugnancia. Si yo lo hubiera deseado, tiempo he tenido y oportunidades de volver atrás; pero aspiro a otra patria mejor: la celestial.

PRUDENCIA — ¿No llevas todavía contigo algunas de las cosas con que estabas más familiarizado antes de ponerte en camino?

CRISTIANO — Sí, señora; aunque bien contra mi voluntad, especialmente mis propios pensamientos carnales, que tanto nos complacían a mi y a mis paisanos; pero ahora todas estas cosas me pesan tanto, que, a estar en mí sólo la elección, nunca más pensaría en ellas; mas cuando quiero hacer lo que es mejor, entonces lo que es peor está en mí.

PRUDENCIA — ¿Y no sientes algunas veces casi vencidas ya estas cosas, que en otras ocasiones te llenaban de confusión?

CRISTIANO — Sí; pero es pocas veces; sin embargo, esas horas en que esto me sucede son para mí de oro.

PRUDENCIA — ¿Te acuerdas cuáles son los medios por los cuales en esas ocasiones vences tales molestias?

CRISTIANO — ¡Oh, sí! Cuando medito en lo que vi y me pasó al pie de la cruz; cuando contemplo este vestido bordado; cuando me recreo en mirar este rollo, y cuando me enardece el pensamiento de lo que me espera, si felizmente llego al lugar adonde voy, entonces parece como que desaparecen esas cosas que tanto me molestan.

PRUDENCIA — ¿Y por qué ansias tanto llegar al Monte Sión?

CRISTIANO — ¡Ah! Porque allí espero ver vivo al que hace poco vi colgado en el madero; allí confío verme completamente libre de lo que ahora me molesta tanto; allí se asegura que no tiene ya cabida la muerte; y, por último, tendré allí la compañía que más me agrada. Y amo mucho al que con su muerte me quitó mi carga; mis enfermedades interiores me tienen muy molestado; deseo llegar al país donde ya no habrá muerte, y ansío tener por compañeros a los que sin cesar están cantando: "Santo, santo, santo."

Tomó entonces la palabra Caridad, y dijo a Cristiano:

CARIDAD. — ¿Tienes familia? ¿Estás casado?

CRISTIANO — Señora, tengo mujer y cuatro hijitos.

CAR. — ¿Por qué no los has traído contigo?

CRISTIANO (Llorando}. —Con muchísimo gusto lo hubiera hecho; pero, desgraciadamente, todos los cinco reprobaron mi viaje y se opusieron a él con todas sus fuerzas.

CAR. — Pero tu deber era haberles hablado y esforzarte por persuadirles del peligro que corrían con quedarse.

CRISTIANO — Así lo hice, manifestándoles también lo que Dios me había declarado sobre la ruina de nuestra ciudad. Pero lo consideraron como un delirio y no me creyeron; advirtiendo, además, que éste mi consejo lo acompañé de fervorosas oraciones al Señor, porque quería mucho a mi mujer y a mis hijos.

CAR. — ¿Supongo que les hablarías con energía de tu dolor y de tus temores de destrucción, porque creo que tú hablarías con bastante claridad lo inminente de tu ruina?

CRISTIANO — Lo hice, en verdad, no una, sino muchas veces, y además tenían muy patentes a la vista mis temores y mi semblante, en mis lágrimas y en el temblor que me sobrecogió por el temor del juicio que pesaba sobre nuestras cabezas. Pero nada fue bastante para inducirlos a que me siguiesen.

CAR. — ¿Pues qué razones pudieron alegar para no seguirte?

CRISTIANO — Mi esposa temía perder este mundo, y mis hijos estaban de lleno entregados a los vanos placeres de la juventud; y así fue que, por lo uno y por lo otro, me dejaron emprender solo este viaje, como veis.

CAR. — ¿Pero no pudo muy bien suceder, que con la vanidad de tu vida inutilizases los consejos que les dabas para que te siguiesen?

CRISTIANO — Es verdad que nada puedo decir en recomendación de mi vida, porque conozco las muchas imperfecciones de ella, y sé también que un hombre puede hacer nulo con su conducta lo que procura inculcar a otros con la palabra para bien de ellos. Una cosa, sin embargo, puedo decir: que me guardaba muy bien de darles ocasión, con cualquiera acción inconveniente, para que se retrajesen de acompañarme en mi peregrinación, tanto, que solían decir que era demasiado difuso, y que me privaba por causa de ellos de cosas en las que no veían mal alguno; aún más puedo decir: que si lo que veían en mí les indisponía, sólo era mi gran delicadeza en no pecar contra Dios y no hacer daño a mi prójimo.

CAR. — En verdad, Caín aborreció a su hermano, porque las obras de éste eran buenas y las suyas malas; y esa ha sido la causa por que tu mujer e hijos se han in­dispuesto contigo, se han mostrado implacables para con lo bueno, y tú has librado tu alma de su sangre.

Así continuaron hablando, hasta que estuvo preparada la cena, y entonces se sentaron a la mesa, que estaba pro­vista de ricos y sustanciosos manjares y excelentes vinos, y toda su conversación durante la cena giró sobre el Señor del Collado, sobre lo que había hecho y el por qué y la ra­zón que había tenido para edificar aquella casa. Yo, por lo que oí, pude comprender que había sido un gran gue­rrero, y que había combatido y muerto al que tenía el po­der de la muerte; pero esto no sin gran peligro por su parte, lo cual le hacía acreedor a ser tanto más amado. Porque, como ellos decían, y yo creo oí decir a Cristiano, el Señor hizo esto con pérdida de mucha sangre; siendo lo más glorioso de esta gracia el haberlo hecho por puro amor a su país. Y entre los mismos de la familia oí decir que le habían visto y hablado después de su muerte en la Cruz; también atestiguaron haber oído de sus mismos la­bios que su amor hacia los pobres peregrinos era tan gran­de, que no era posible hallar otro igual desde Oriente has­ta Occidente; prueba de ello que se había despojado de su gloria para poder hacer lo que hizo, y sus deseos eran te­ner muchos que con él habitasen en el Monte Sión, para lo cual había hecho príncipes a los que por naturaleza eran mendigos nacidos en el estiércol.

En tan agradables discursos estuvieron hasta hora muy avanzada de la noche, y entonces, después de encomen­darse a la protección del Señor, se retiraron a descansar. La habitación que destinaron a Cristiano estaba en el piso superior; se llamaba la sala de Paz, y su ventana miraba al Oriente. Allí durmió tranquilamente nuestro peregrino hasta el amanecer, y habiendo despertado a esa hora, cantó:

¿Dónde me encuentro ahora? El amor y cuidado

Que por sus peregrinos tiene mi Salvador,

Concede estas moradas a los que ha perdonado,

Para que ya perciban del cielo el esplendor.

Levantados ya todos del sueño de la noche, y después de cambiados los saludos de la mañana, Cristiano iba a partir; pero no lo permitieron sin enseñarle antes algunas cosas extraordinarias que en la casa había. Le llevaron pri­mero al Archivo, donde le pusieron de manifiesto el árbol genealógico del Señor del Collado, según el cual era hijo nada menos que del Anciano de días, engendrado entre resplandores eternos y antes del lucero de la mañana. Allí vio también escritas, con caracteres de luz, su vida y sus acciones todas, así como los nombres de muchos cientos de servidores, colocados después por él en unas moradas que ni el tiempo ni el influjo de la Naturaleza podían di­solver ni deteriorar. Le leyeron después las hazañas más valientes de algunos siervos que habían ganado reinos, obrado justicia, alcanzado promesas, tapado las bocas de los leones, apagado fuegos impetuosos, evitado el filo de la espada; habían convalecido de enfermedades, habían sido fuertes en la guerra y trastornado campos de ejércitos enemigos.

Le enseñaron después otra parte del Archivo, donde vio cuan bien dispuesto estaba el Señor a recibir a su favor a cualquiera, sí, a cualquiera, aunque en tiempos pasados hubiese sido enemigo de su persona y proceder. Se le mos­traron también otras varias historias de hechos ilustres, Ya de la antigüedad, ya de tiempos modernos, así como predicciones y profecías, que a su debido tiempo se han cumplido; todo esto ya para confusión y terror de los ene­migos, como para recreo y solaz de los amigos.

Al día siguiente le hicieron entrar en la Armería, donde le mostraron toda clase de armaduras que su Señor tenía provistas para los peregrinos: espadas, escudos, yelmos, corazas y calzados que no se gastaban. Y eran en tanta abundancia, que bastaban para armar en el servicio de su Señor tantos hombres como estrellas hay en el firmamento.

Le mostraron también algunas de las máquinas con las cuales muchos de estos siervos habían hecho tantas maravillas: la vara de Moisés; el martillo y el clavo con que Jael mató a Sisara; los cántaros, bocinas y teas con que Gedeón puso en fuga a los ejércitos de Madián; la aijada con que Sangar mató a seiscientos hombres; la quijada con que Sansón hizo grandes hazañas; también la honda y el guijarro con que David mató a Goliath de Gath, y la es­pada con que su Señor matará al hombre de pecado el día en que se levante para la presa; en fin, le enseñaron mu­chas otras cosas excelentes, cuya vista llenó de inefable alegría a Cristiano; después de esto se retiraron otra vez a descansar.

Al día siguiente Cristiano quiso marchar; pero le roga­ron que permaneciese un día más para mostrarle, si el día estaba claro, las montañas de las Delicias, cuya vista con­tribuiría mucho para consolarle, pues estaban más cerca del deseado puerto que del sitio donde se encontraban; Cristiano accedió a ello. Le subieron, pues, a la mañana si­guiente a la azotea del palacio que mira hacia el Mediodía, y de aquí a una gran distancia percibió un país montañoso y agradabilísimo, hermoseado con bosques, viñedos, fru­tas de todas clases, flores, manantiales y surtidores de be­lleza singular. Ese país —le dijeron— se llama el país de Emmanuel; y añadían: —Es tan libre como este Collado para todos los peregrinos. Desde allí podrás ver la puerta de la Ciudad Celestial; los pastores que moran allí se en­cargarán de enseñártela.

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