viernes, 14 de septiembre de 2007

EL progreso del peregrino - Juan Bunyan(Introducción)

EL PROGRESO DEL PEREGRINO
Juan Bunyan






Juan Bunyan, autor de El Progreso del Peregrino, nació el 30 de noviembre de 1628, en Elstow, Inglaterra. Era de oficio hojalatero. Por dos años sirvió de militar, durante la guerra civil de aquella época. Fue hombre tan blasfemo que en cierta ocasión una mujer de vida liviana protestaba que le hacía temblar al oírle, y que el era el más impío en eso de blasfemar que en su vida había visto, y que su conducta en este punto era lo suficiente para pervertir la juventud de toda la villa.

Pero un domingo, según el cuenta le pareció que oía una voz en su alma que le decía: “¿Quieres dejar tus pecados e ir al cielo o te quedas con tus pecados y te vas al infierno?” La impresión que le causó esta voz, como del cielo, fue profundizada al oír la conversación de unas mujeres piadosas que sentadas en una puerta platicaban de la salvación y la gracia de Dios.

Bunyan se acercó para escuchar. Pronto se dio cuenta de que la conversación estaba muy por encima de su capacidad, y tuvo que oír sin tomar parte en ella. Las señoras se movían en un mundo que era, para él, muy desconocido; hablaban de nuevo nacimiento de lo alto; contaban de cómo Dios había visitado sus almas con su amor en Cristo Jesús; y recordaban palabras y promesas que les habían animado y fortalecido. Hablaban, dicen Bunyan, como si la alegría misma les obligara a hablar, y con un lenguaje bíblico tan placentero y con tal apariencia de gracia en todo lo que decían, que parecía que habían descubierto un nuevo mundo para el cual el se sentía del todo incapacitado. Estaba humillado.

Estas mujeres pertenecían a un grupo de doce creyentes en Cristo que formaban la iglesia de Bedford. Después de convertido, Bunyan fue admitido en esta iglesia y en el registro su nombre es decimonono. No tardó en darse a conocer como predicador y desde entonces la predicación fue su principal inspiración. Para algunos era muy grata su predicación, pero otros solo esperaban la ocasión para tapar su boca y, encarcelarlo, pues la Palabra de Dios que anunciaba era opuesta a las ideas erradas de los hombres acerca de la salvación. El 12 de noviembre de 1660 estaba predicando en una granja al sur de Bedford cuando fue arrestado. Quedó preso en la cárcel de Bedford doce años.

Estando otra vez en libertad, los hermanos de Bedford adquirieron un terreno en el cual había un granero, que sirvió a Bunyan para casa de reuniones todo el resto del tiempo que vivió.

Murió Bunyan el 31 de agosto de 1688 de una fiebre causada por las fuertes lluvias por las cuales atravesó en un viaje de predicación a Londres. Uno de sus amigos, que lo cuidó durante su enfermedad, dice que soportó sus sufrimientos con mucha constancia y paciencia; y no expresaba otro deseo que ser transportado con su Salvador Jesús, considerando también en este caso la muerte como ganancia, y la vida solo como una constante y cristiana paciencia, entregó su alma en las manos de su misericordioso Salvador, siguiendo a su Peregrino desde la ciudad de Destrucción a la nueva Jerusalén. Uno de sus contemporáneos escribe de el: “Su fisonomía era grave y formal, y así era su vida: descubierta hasta lo más profundo de su corazón, dando ánimo a los creyentes y excitando al arrepentimiento a los que no temían a Dios”. “El Progreso del Peregrino”, el más conocido de los 60 libros que escribió Juan Bunyan, fue dado al público en 1678, habiendo sido escrito en la cárcel, como el mismo autor nos dice. Ha sido traducido en más de cien distintos idiomas y ahora se lee con mucho provecho en todas partes del mundo. A parte de la Biblia, no hay libro que haya tenido tan gran circulación como la alegoría escrita por el hojalatero convertido, mientras estaba preso por haber predicado a Cristo.

Por unos cuantos años le cerraron la boca en la cárcel, pero por más de tres siglos ha sido oído su testimonio por medio de sus escritos y es por millones de almas.





El progreso del peregrino - Capítulo I

CAPITULO PRIMERO

Figurando el viaje de Cristiano, desde la ciudad de Destrucción hasta la ciudad Celestial bajo el símil de un sueño



Caminando iba yo por el desierto de este mundo, cuando me encontré en un paraje donde había una cueva; busqué refugio en ella fatigado, y habiéndome quedado dormido, tuve el siguiente sueño: Vi un hombre en pie, cubierto de andrajos, vuelto de espaldas a su casa, con una pesada carga sobre sus hombros y un libro en sus manos. Fijando en él mi atención, vi que abrió el libro y leía en él, y según iba leyendo, lloraba y se estremecía, hasta que, no pudiendo ya contenerse más, lanzó un doloroso quejido y exclamó: — ¿Qué es lo que debo hacer?.

En este estado regresó a su casa, procurando reprimirse todo lo posible para que su mujer y sus hijos no se apercibiesen de su dolor. Mas no pudiendo por más tiempo disimularlo, porque su mal iba en aumento, se descubrió a ellos y les dijo: —Queridísima esposa mía, y vosotros, hijos de mi corazón; yo, vuestro amante amigo, me veo perdido por razón de esta carga que me abruma. Además, sé ciertamente que nuestra ciudad va a ser abrasada por el fuego del cielo, y todos seremos envueltos en catástrofe tan terrible si no hallamos un remedio para escapar, lo que hasta ahora no he encontrado.

Grande fue la sorpresa que estas palabras produjeron en todos sus parientes, no porque las creyesen verdaderas, sino porque las miraban como resultado de algún delirio. Y como la noche estaba ya muy próxima, se apresuraron a llevarle a su cama, en la esperanza de que el sueño y el reposo calmarían su cerebro. Pero la noche le era tan molesta como el día; sus párpados no se cerraron para el descanso, y la pasó en lágrimas y suspiros.

Interrogado por la mañana de cómo se encontraba, —Me siento peor—contestó—y mi mal crece a cada instante. — Y como principiase de nuevo a repetir las lamentaciones de la tarde anterior, se endurecieron contra él, en lugar de compadecerle. Intentaron entonces recabar con aspereza lo que los medios de la dulzura no habían conseguido; se burlaban unas veces, le reñían otras, y otras le dejaban completamente abandonado. No le quedaba, pues, otro recurso que encerrarse en su cuarto para orar y llorar, tanto, por ellos como por su propia desventura, o salirse al campo y desahogar en su espaciosa soledad la pena de su corazón.

En una de estas salidas le vi muy decaído de ánimo y sobremanera desconsolado, leyendo en su libro, según su costumbre; y según leía le oí de nuevo exclamar: — ¿Qué he de hacer para ser salvo? — Sus miradas inquietas se dirigían a una y otra parte, como buscando un camino por donde huir; mas permanecía inmóvil, porque no le hallaba, a tiempo que vi venir hacia él un hombre llamado Evangelista, y oí el siguiente diálogo:

EVANGELISTA — ¿Por qué lloras?

CRISTIANO (tal era su nombre). — Este libro me dice que estoy condenado a morir; y que después he de ser juzgado, y yo no quiero morir ni estoy dispuesto para el juicio.

EVANGELISTA — ¿Por qué no has de querer morir, cuando tu vida está llena de tantos males?

CRISTIANO — Porque temo que esta carga que sobre mí llevo me ha de sumir más hondo que el sepulcro, y que he de caer en Tofet (lugar de fuego). Y si no estoy dispuesto para ir a la cár­cel, lo estoy menos para el juicio, y muchísimo menos para el suplicio. ¿No quieres, pues, que llore y que me estremezca?

EVANGELISTA — «Entonces, ¿por qué no tomas una resolución? Toma, lee.

CRISTIANO (Recibiendo un rollo de pergamino y leyendo.) — "¡Huye de la ira venidera!". ¿Adonde y por dónde he de huir?

EVANGELISTA (Señalando a un campo muy espacioso.) — ¿Ves esa puerta angosta?.

CRISTIANO — No.

EVANGELISTA — ¿Ves allá, lejos, el resplandor de una luz?.

CRISTIANO — ¡Ah!, sí.

EVANGELISTA — No la pierdas de vista; ve derecho hacia ella, y hallarás la puerta; llama, y allí te dirán lo que has de hacer.

EL progreso del peregrino - Capítulo II

CAPITULO II

Prosigue Cristiano su peregrinación, viéndose abandonado por Obstinado y Flexible.


Cristiano echó a correr en la dirección que se le había marcado; mas no se había alejado aún mucho de su casa cuando, se dieron cuenta su mujer e hijos, empezaron a dar voces tras él, rogándole que volviese. Cristiano, sin detenerse y tapando sus oídos, gritaba desaforadamente: — ¡Vida!, ¡vida!, ¡vida eterna! — Y sin volver la vista atrás, siguió corriendo hacia la llanura.

A las voces acudieron también los vecinos. Unos se burlaban de verle correr; otros le amenazaban, y muchos le daban voces para que volviese. Dos de ellos, Obstinado y Flexible, pretendieron alcanzarle para obligarle a retroceder, y aunque era ya mucha la distancia que los separaba, no pararon hasta que le dieron alcance. — Vecinos míos— les dijo el fugitivo—, ¿a qué habéis venido? —A persuadirte a volver con nosotros— dijeron. —Imposible —contestó él— la ciudad donde viven y donde yo también he nacido, es la Ciudad de Destrucción; me consta que es así, y los que en ella moran, más tarde o más temprano, se hundirán más bajo que el sepulcro, en un lugar que arde con fuego y azufre. Es, pues, vecinos, ánimo y vengan conmigo.

OBSTINADO — Pero, ¿y hemos de dejar nuestros amigos y todas nuestras comodidades?

CRISTIANO — Sí, porque todo lo que tengan que abandonar es nada al lado de lo que yo busco gozar. Si me acom­pañan, también ustedes gozarán conmigo, porque allí hay cabida para todos. Vamos, pues, y por ustedes mismos infórmense de la verdad de cuanto les digo.

OBSTINADO — ¿Pues qué cosas son esas que tú buscas, por las cuales lo dejas todo?

CRISTIANO — Busco una herencia incorruptible, que no puede contaminarse ni marchitarse, reservada con seguridad en el cielo, para ser dada a su tiempo a los que la buscan con diligencia. Esto dice mi libro, léanlo si gustan, y se convencerán de la verdad.

OBSTINADO — Necedades. Déjanos de tal libro. ¿Quieres o no volver con nosotros?

CRISTIANO — ¡Oh!, nunca, nunca. He puesto ya mi mano al arado.

OBSTINADO — Vamonos, pues, vecino Flexible, y abandonémosle. Hay una clase de entes, tontos como éste, que cuando se les mete una cosa en la cabeza, se creen más sabios que los siete famosos de Grecia.

FLEXIBLE — Nada de insultos, amigo. ¿Quién sabe si será verdad lo que Cristiano dice? Y entonces vale mucho más lo que él busca que todo lo que nosotros poseemos; me voy inclinando a seguirle.

OBSTINADO — ¡Cómo! ¿Más necios aún? No seas loco, y vuelve conmigo. ¡Sabe Dios adonde te llevará ese mentecato! Vamonos, no seas tonto.

CRISTIANO — No hagas caso, amigo Flexible; acompáñame, y tendrás no sólo cuanto te he dicho, sino muchas cosas más. Si a mí no me crees, lee este libro, que está sellado con la sangre del que lo compuso.

FLEXIBLE — Amigo Obstinado, estoy decidido; voy a seguir a este hombre y unir mi suerte con la suya. Pero (dirigiéndose a Cristiano), ¿sabes tú el camino que nos ha de llevar al lugar que deseamos?

CRISTIANO — Me ha dado la dirección un hombre llamado "Evangelista"; debemos ir en busca de la puerta angosta que está más adelante, y en ella se nos darán informes sobre nuestro camino.

FLEXIBLE — Adelante, pues; marchemos.

Y emprendieron juntos la marcha. Obstinado se volvió solo a la ciudad, lamentándose del fanatismo de sus dos vecinos. Estos continuaron su camino, hablando amistosamente de la necia terquedad de Obstinado, que no había podido sentir el poder y terrores de lo invisible, y la grandeza de las cosas que esperaban: —Las concibo—decía Cristiano—; pero no hallo palabras bastantes para explicarlas. Abramos el libro y leámoslas en él.

FLEXIBLE — Pero, ¿y tienes convencimiento de que sea verdad lo que el libro dice?

CRISTIANO — Sí, porque lo ha compuesto Aquel que ni puede engañarse ni engañarnos.

FLEXIBLE — Léeme, pues.

CRISTIANO — Se nos dará la posesión de un reino que no tendrá fin, y se nos dotará de vida eterna para que podamos poseerle para siempre. Se nos darán coronas de gloria y unas vestiduras resplandecientes como el sol en el firmamento. Allí no habrá llanto ni dolor, porque el Señor del reino limpiará toda lágrima de nuestros ojos.

FLEXIBLE — ¡Qué bello y magnífico es esto! ¿Y cuál será allí nuestra compañía?

CRISTIANO — Estaremos con los serafines y querubines, criaturas cuyo brillo nos deslumbrará: encontraremos también allí a millares que nos han precedido, todos inocentes, amables y santos, que andan con aceptación en la presencia de Dios para siempre. Allí veremos los ancianos con sus coronas de oro, vírgenes y santos cantando dulcemente con sus arpas de oro, tantos hombres a quienes el mundo descuartizó, que fueron abrasados en las hogueras, despedazados por las bestias feroces, arrojados a las aguas, y todo por amor al Señor de ese reino, todos felices vestidos todos de inmortalidad.

FLEXIBLE — La simple relación de esto arrebata de entusiasmo mi alma. ¿Pero es verdad que hemos de gozar de todas estas cosas? ¿Y qué hemos de hacer para conseguirlo?

CRISTIANO — El Señor del reino lo ha consignado en este libro, y, en suma, es lo siguiente: "Si verdaderamente lo deseamos, El no los concederá de balde."

FLEXIBLE — Bien, buen amigo. Mi corazón salta de alegría; sigamos adelante, y apresuremos nuestra llegada.

CRISTIANO — ¡Ay de mí! No puedo ir tan de prisa como quisiera, porque esta carga me abruma.

En tal conversación iban agradablemente entretenidos cuando los vi llegar a la orilla de un cenagoso pantano que había en la mitad de la llanura, y descuidados se precipitaron en él. Se llamaba el Pantano del Desaliento. ¡Pobres! Los vi revolcarse en su fango, llenándose de inmundicia, y cristiano, por su parte, hundiéndose en el cieno a causa e su pesada carga. — ¿Dónde nos hemos metido? — exclamó Flexible. —No lo sé —respondió Cristiano. — ¿Es ésta —repuso aquél muy enfadado— la dicha que hace poco ha tú me ponderabas tanto? Si tan mal lo pasamos al principio de nuestro viaje, ¿qué no podemos esperar antes de concluirlo? Salga yo bien de ésta, y podrás tú gozar sólo la plena posesión del país tan magnífico.

Hizo después un supremo esfuerzo, y de dos o tres saltos se puso en la orilla que estaba más inmediata a su casa. Se marchó, y Cristiano no le volvió a ver ya más. Este, por su parte, seguía revolcándose en el fango, cayendo unas veces y levantándose, y volviendo a caer; pero siempre adelantando algo en la dirección contraria a la de su casa, aproximándose a la de la puerta angosta; pero la pesada carga que llevaba sobre sí le impedía mucho, hasta que llegó una persona, llamada Auxilio, quien dirigiéndose a él, le dijo:

AUXILIO — Desgraciado, ¿cómo has venido a parar aquí?

CRISTIANO — Señor, un hombre, llamado Evangelista, me señaló esta dirección, y me añadió que por esa puerta angosta yo me vería libre de la ira venidera. Seguí su consejo, y he venido adonde me ves.

AUXILIO — Sí; pero ¿por qué no buscaste las, piedras colocadas para pasarlo?

CRISTIANO — Era tanto el miedo que de mí se apoderó que, sin reparar en nada, eché por el camino más corto, y caí en este lodazal.

AUXILIO — Vamos, dame la mano. Cristiano vio los cielos abiertos; se asió de la mano de Auxilio, salió de su mal paso, y ya en terreno firme, prosiguió su camino, como su libertador le había dicho.

Entonces yo me acerqué a Auxilio y le pregunté: — ¿Por qué siendo éste el camino directo entre la ciudad de Destrucción y esa portezuela, no se manda componer este sitio en bien de los pobres viajeros? —Es imposible —me respondió—: es el lodazal adonde afluyen todas las heces e inmundicias que siguen a la convicción de pecado; por eso se llama el Pantano del Desaliento. Cuando el pecador se despierta al conocimiento de sus culpas y de su estado de perdición, se levantan en su alma dudas, temores, aprensiones desconsoladoras, que se juntan y se estancan en este lugar. ¿Comprendes ya por qué es tan malo e incapaz de composición?

No era seguramente la voluntad del Rey que quedase tan malo; sus obreros han estado por espacio de muchos siglos, y bajo la dirección de los ingenieros de S. M., haciendo cuanto estaba en su poder para componerlo. ¡Cuántos miles de carros y cuantos millones de enseñanzas saludables se han hecho venir aquí de todas partes y dominios de S. M.! Y a pesar de que los inteligentes dicen que estos son los mejores materiales para componerlo, ni se ha podido lograr hasta hoy, ni se logrará en adelante. El Pantano subsiste y subsistirá.

Lo único que se ha podido hacer, está hecho. Se han colocado en medio de él, por orden del Legislador, unas piedras buenas, sólidas, por donde se podría pasar; pero cuando el lodazal se agita, y esto sucede siempre que hay variación de tiempo, despide unos miasmas que exhalan a los pasajeros, y éstos no ven las piedras y caen en el fango. Por fortuna, cuando logran llegar a la puerta, ya tienen terreno sólido y bueno.

Después de esto vi que, habiendo llegado Flexible a su casa, sus vecinos fueron en tropel a visitarle. Unos alababan su prudencia, porque se había retirado a tiempo de la empresa; otros le censuraban, porque se había dejado engañar de Cristiano, y algunos le calificaban de cobarde, porque, puesto una vez su pie en el camino, algunas pequeñas dificultades no debieran haber sido bastante para hacerle retroceder. Flexible se sintió abatido y avergonzado; pero se repuso muy pronto, y entonces todos a coro se burlaban de Cristiano en su ausencia. Con esto ya no pienso volver a ocuparme más de Flexible.

El progreso del peregrino - capítulo III

CAPITULO III

Cristiano abandona su camino engañado por sabio-según-el-mundo; pero Evangelista le sale al encuentro, y le pone otra vez en el mismo camino.

Cristiano, aunque solo ya, emprendió con buen ánimo su marcha, y vio venir hacia sí, por medio de la llanura a uno que al poco trecho se encontró con él en el punto en que se cruzaban sus respectivas direcciones. Se llamaba sabio-según-el-mundo, y habitaba en una ciudad llamada Prudencia-carnal, ciudad de importancia, a poca distancia de la ciudad de Destrucción. Había oído hablar de Cristiano, pues su salida de la ciudad había hecho mucho ruido por todas partes, y viéndole ahora caminar tan fatigado por su carga, y oyendo sus gemidos y suspiros, trabó con él la siguiente conversación:

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — Bien hallado seas, buen amigo; ¿adonde se va con esa pesada carga?

CRISTIANO — En verdad que es pesada; tanto, que, en mi sentir, nadie jamás la ha llevado igual. Me dirijo a la puerta angosta, que está allá delante, pues se me ha infor­mado que allí me comunicarán el modo de deshacerme de ella.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — ¿Tienes mujer e hijos?

CRISTIANO — Sí, los tengo; pero esta carga me preocupa y me abruma tanto, que no siento ya en ellos el placer que antes tenía, y apenas tengo conciencia de tenerlos.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — Vamos, escúchame, que creo poder darte muy buenos consejos sobre la materia.

CRISTIANO — Con mucho gusto, pues estoy muy necesitado de ellos.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — Mi primer consejo es que cuanto antes te des­hagas de esa carga; mientras así no lo hagas, tu espíritu carecerá de tranquilidad, y no te será posible gozar, como corresponde, de las bendiciones que te ha concedido el Señor.

CRISTIANO — Eso es precisamente lo que voy buscando, pues ni yo puedo hacerlo por mí mismo, ni se encuentra en nuestro país quien pueda; he aquí lo que me ha movido emprender este camino en busca de tanta ventura.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — ¿Quién te lo ha aconsejado?

CRISTIANO — Una persona al parecer muy respetable y digna de consideración. Recuerdo que se llamaba Evangelista.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — Maldición sobre él por tal consejo. Precisamente este camino es el más molesto y peligroso del mundo. ¿No has empezado ya a experimentarlo? Te veo ya lleno del lodo del Pantano del Desaliento, y cuenta que eso no es más que el primer eslabón de la cadena de males que por tal camino te esperan. Soy más viejo que tú, y he oído a muchos dar testimonio en sus personas de que en él encuentran cansancio, penalidades, hambre, peligros, cuchillo, desnudez, leones, dragones, tinieblas, en una palabra: muerte con todos sus horrores. Créeme: ¿por qué se ha e perder un hombre por dar oídos a un extraño?

CRISTIANO — Señor mío: de muy buen grado sufriría yo cuanto usted acaba de decirme a cambio de verme libre de esta carga, más pesada y más terrible para mí que todo eso.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — ¿Y cómo vino sobre ti esa carga?

CRISTIANO — Leyendo este libro que tengo en mis manos.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — Ya me lo figuraba yo así. Uno de tantos imbéciles, que por meterse en cosas para ustedes demasiado elevadas, vienen a dar en tales dificultades, que les trastornan el seso, y los arrastran a aventuras desesperadas para lograr una cosa que ni aun saben lo que es.

CRISTIANO — Pues yo por mi parte sé muy bien lo que quiero, es echar de mí tan pesada carga.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — Lo comprendo, sí; pero, ¿por qué has de buscarlo por un camino tan peligroso, cuando yo puedo enseñarte otro sin ninguna de tales dificultades? Ten un poquito de paciencia y óyeme: mi remedio está a la mano, y en él, en lugar de peligros, hallarás seguridad, amigos y satisfacciones.

CRISTIANO — Háblame, pues, pronto, señor, que se lo pido con mucha necesidad.

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — Mira: en ese pueblo próximo que se llama Moralidad ad, vive un caballero de mucho juicio y grande reputación, llamado Legalidad, muy hábil para ayudar a personas como tú, habilidad que tiene acreditada con muchos; sobre esto tiene también suerte para curar a personas tocadas en su cerebro. Ve a él, te aseguro un pronto y fácil alivio. Su casa dista escasamente un cuarto de legua, y si el no estuviese, tiene un hijo, joven muy aventajado, cuyo nombre es Urbanidad, y que podrá servirte tan bien como su mismo padre. No dudes en ir allá. Y si no estás dispuesto como no debes estarlo, a volver a tu ciudad, puedes hacer venir a tu mujer y tus hijos, pues hay en ese pueblo las casas vacías, y puedes tomar una de ellas a precio muy barato. Otra cosa muy buena encontrarás ahí: vecinos honrados, de buen tono y de finos modales. La vida también muy barata.

Cristiano, al oír esto, estuvo por algunos instantes, indeciso, más pronto le vino este pensamiento: si es verdad lo que se me acaba de decir, la prudencia manda seguir los consejos de este caballero. Dijo, pues, a sabio-según-el-mundo:

CRISTIANO — ¿Cuál es el camino que lleva a la casa de ese hombre?

SABIO-SEGÚN-EL-MUNDO — Mira, tendrás que pasar por esa montaña alta, y la primera casa que encuentres es la suya.

Cristiano torció inmediatamente su camino para ir a la del Sr. Legalidad en busca de Auxilio Nunca lo hubiera hecho. Cuando llegó al pie de la montaña, le pareció tan alta y tan pendiente, que tuvo miedo en avanzar, no fuese que se desplomase sobre su cabeza; se paró sin saber que partido tomar. Entonces también sintió más que nunca lo pesado de su carga, a la vez que vio salir de la montaña relámpagos y llamas de fuego, que amenazaban devorarle. Le asaltaron, pues, grandes temores y se estremeció de terror. — ¡Ay de mí!—exclamaba—. ¿Por qué habré hecho caso de los consejos de sabio-según-el-mundo-? Y cuando era presa de estos temores y remordimientos vio a Evangelista que se le acercaba. ¡Qué vergüenza! ¡Qué estremecimiento sintió en todo su ser, al ver la severa mirada de Evangelista!, quien le interpeló así:

EVANGELISTA — ¿Qué haces aquí, Cristiano?

Cristiano no supo contestar; la vergüenza le tenía atada lengua.

EVANGELISTA — ¿No eres tú el hombre que encontré llorando fuera de los muros de la ciudad de Destrucción?

CRISTIANO — Sí, señor; yo soy.

EVANGELISTA — ¿Cómo, pues, tan pronto te has extraviado del camino que yo te señalé?

CRISTIANO — Así que hube pasado el Pantano del Desaliento me encontré con uno, que me persuadió de que en la aldea de enfrente hallaría un hombre que me quitaría mi carga. Parecía muy caballero, y tantas cosas me dijo, que me hizo ceder, y me vine acá; mas cuando llegué al pie de la montaña y la vi tan elevada y tan pendiente sobre el camino, de repente me detuve, temiendo que se desploma sobre mi Ese caballero me preguntó adonde iba, y se lo dije; también quiso saber si tenía yo familia, y le respondí afirmativamente; pero añadiéndole que esta tan pesada carga me impedía tener en ella el gozo que antes disfrutaba. A toda prisa, pues —me dijo—, es preciso que te deshagas de esa carga; y en lugar de ir en dirección de esa portezuela, donde esperas obtener instrucciones para ello, yo te indicaré un camino mejor y más derecho, y sin las dificultades con que tropezarías en el otro. Este camino añadió —te llevará a la casa de un hombre hábil en eso de quitar cargas. —Yo le creí, dejé el camino que usted me había marcado, y tomé éste; mas habiendo llegado aquí, tuve miedo al ver estas cosas, y no sé qué hacer.

EVANGELISTA — Detente un poco y oye las palabras del Señor. (Cristiano, en pie y temblando, escuchaba.)

"Mirad que no desechéis al que habla; porque si aquéllos no escaparon, que desecharon al que hablaba en la tierra, mucho menos escaparemos nosotros si desecháramos al que nos habla desde los cielos." "El justo vivirá por la fe; mas si se retirare, no agradará a mi alma." Y haciendo aplicación de estas palabras a Cristiano, dijo: —Tú eres ese hombre que vas precipitándote en tal miseria; has empezado a rechazar el consejo del Altísimo y a retirar tu pie del camino de la paz, hasta el punto de exponerte a la perdición.

Cristiano cayó entonces casi exánime a sus plantas, exclamando: — ¡Ay de mí, que soy muerto! — Al ver esto, Evangelista le asió de la mano, diciendo: —Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres. No seas incrédulo, sino FIEL

Repuesto algún tanto Cristiano, se levantó; pero siempre avergonzado y tembloroso delante de Evangelista, el cual añadió:

—Pon más atención a lo que voy a decirte: yo te mostraré quién era el que te engañó, y aquél a quien ibas dirigido. El primero se llama sabio-según-el-mundo, y con mucha razón, porque, en primer lugar, sólo gusta de la doctrina de este mundo, por lo cual va siempre a la iglesia de la villa de la Moralidad, y gusta de esa doctrina por­que le libra de la Cruz, y en segundo lugar, porque siendo de este temperamento carnal, procura pervertir mis caminos, aunque rectos. Por eso, tres cosas hay en el consejo de ese hombre, que debes aborrecer con todo tu corazón:

1º El haberte desviado del camino.

2º El haber procurado hacerte repugnante la Cruz.

3º El haberte encaminado por esa senda, que conduce a la muerte.

1° Debes odiar el que te haya extraviado del camino, y que tú hayas consentido en ello, porque eso era rechazar el consejo de Dios por el consejo del hombre. El Señor dice: "Procurad entrar por la puerta angosta". Era la puerta hacia donde yo te dirigí. "Porque estrecha es la puerta que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan". De esa puerta y del camino que a ella conduce te ha desviado ese malvado para llevarte al borde de tu ruina. Debes, pues, odiar su conducta, y odiarte también a ti mismo por haberle prestado oído.

2° Debes aborrecer el que haya procurado hacerte re­pugnante la Cruz, cuando debes preferirla a todos los tesoros de Egipto. Además, te ha dicho el Rey de la Gloria que "aquel que quiera salvar su vida, la perderá", y si "alguno quiere venir en pos de mí, y no aborrece a su padre y a su madre, a sus hijos y hermanos y hermanas, y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo". Por esto te digo que un hombre que procura persuadirte de que es muerte aquello sin lo cual ha dicho la Verdad que no se puede obtener la vida eterna, debe ser para ti abominable.

3° Debes también aborrecer el que te haya encaminado a la senda que conduce al ministerio de muerte. Calcula, pues, si la persona a quien ibas dirigido sería capaz de librarte de tu carga.

Esa persona se llama Legalidad, y es hijo de la esclava que actualmente lo es y se halla en esclavitud con sus hijos; y que misteriosamente es ese monte Sinaí que tú has temido cayese sobre tu cabeza. Si, pues, ella y sus hijos están en servidumbre, ¿cómo puedes esperar que puedan ellos darte la libertad? ¡Ah!, nunca: no es quién Legalidad para librarte de tu carga. Ni ha librado hasta hoy a nadie, ni podrá nunca librarlo. No puedes ser justificado por las Obras de la Ley, porque por ellas ningún ser viviente puede ser librado de su carga. Debes saber que el Sr. sabio-según-el-mundo es un embustero, y el Sr. Legalidad otro semejante; y en cuanto a su hijo Urbanidad, a pesar de su afectada sonrisa, no es más que un hipócrita, incapaz de darte ayuda. Créeme, todo cuanto has oído a este insensato no es más que una asechanza para apartarte de la salvación, desviándote del camino en el que yo te había puesto.

Esto dijo Evangelista, y clamando en alta voz a los cielos, les pidió una confirmación de cuanto había dicho, y en el mismo momento salieron palabras y fuego de llamas de fuego del monte que pendía sobre Cristiano, de manera que se le erizaron los cabellos de espanto.

Las palabras decían. "Todos los que son de las obras de la ley, están bajo la maldición. Porque escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley para hacerlas".

Al oír esto, Cristiano sólo esperaba la muerte y comenzó a gritar do dolorosamente: hasta maldecía la hora en que se encontró con sabio-según-el-mundo; llamándose mil veces loco; por haberle hecho caso. Se avergonzó también al pensar que los argumentos tan carnales de aquel hombre hubiesen prevalecido contra él, hasta el punto de hacerle abandonar el camino verdadero.

CRISTIANO — Señor, ¿hay todavía esperanza? ¿Puedo ahora retroceder, y dirigirme a la puerta angosta? ¿No seré abandonado por esto, y rechazado de allí con vergüenza? Me arrepiento de haber tomado el consejo de aquel hombre. ¿Podré obtener el perdón de mi pecado?

EVANGELISTA — Tu pecado es muy grande porque has hecho dos cosas malas. Has abandonado el buen camino y has andado en veredas prohibidas. Sin embargo, el que está a la puerta te recibirá, porque tiene buena voluntad para con todos. Solamente ten cuidado de no extraviarte de nuevo, no sea que el Señor se enoje y perezcas en el camino cuando se encendiere su furor.

Entonces Cristiano empezó a separarse para retroceder; y Evangelista, sonriendo lo besó y lo despidió, diciendo:

—El Señor te guíe.

Con esto Cristiano echó a andar a buen paso, sin hablar a nadie, ni contestar las preguntas que se le hacían en el camino. Iba como uno que anda por terreno vedado, sin creerse seguro hasta llegar al camino que había dejado por el consejo de sabio-según-el-mundo.

El progreso del peregrino - Capítulo IV

CAPITULO IV

Después de algún tiempo Cristiano llegó a la puerta, sobre la cual estaba escrito: "Llamad y se os abrirá". Llamó, pues, varias veces diciendo:

— ¿Se me permitirá entrar? ¡Abrid a un miserable pecador, aunque he sido un rebelde y soy indigno! ¡Abrid y no dejaré de cantar sus eternas alabanzas en las alturas!

AI fin vino a la puerta una persona seria, llamada Buena Voluntad, le preguntó:

— ¿Quién está allí? ¿de dónde viene? ¿qué quiere?

CRISTIANO — Soy un pecador abrumado. Vengo de la Ciudad de Destrucción, mas voy al monte de Sión para ser librado de la ira venidera; y teniendo noticia de que el camino pasa por esta puerta, quisiera saber si me permitirán entrar.

BUENA VOLUNTAD — Con mucho gusto.

Diciendo esto, le abrió la puerta y cuando Cristiano estaba entrando Buena Voluntad le dio un tirón hacia sí. Entonces preguntó Cristiano:

— ¿Qué significa esto?

El otro le contestó:

—A poca distancia de esa puerta hay un castillo fuerte del cual Belcebú es el capitán: él y los suyos tiran de flechazos a los que llegan a esta puerta, para ver si por casualidad pueden matarlos antes de que estén dentro.

Entonces dijo Cristiano:

—Me alegro y tiemblo a la vez.

Tan luego que estuvo dentro, el hombre le preguntó quién lo había dirigido allí.

CRISTIANO — Evangelista me mandó venir aquí, y llamar, como hice: y me dijo que usted me diría lo que debía yo hacer.

BUENA VOLUNTAD — Una puerta abierta está delante de ti, y nadie la puede cerrar.

CRISTIANO — ¡Qué ventura! Ahora empiezo a recoger el fruto de mis peligros.

BUENA VOLUNTAD — Pero, ¿cómo es que viniste solo?

CRISTIANO — Porque ninguno de mis vecinos vio su peligro como yo vi el mío.

BUENA VOLUNTAD — ¿Ninguno de ellos supo de tu venida?

CRISTIANO — Sí, señor; mi mujer y mis hijos fueron los primeros que me vieron salir, y me gritaron para que volviese. También varios de mis vecinos hicieron lo mismo, pero me tapé los oídos y seguí mi camino.

BUENA VOLUNTAD — Y ¿ninguno de ellos te siguió para persuadirte?

CRISTIANO — Sí, señor; Obstinado y Flexible; mas cuando vieron que no podían lograrlo, Obstinado se volvió enojado; pero Flexible vino conmigo un poco más en el camino.

BUENA VOLUNTAD — ¿Pero por qué no siguió hasta aquí?

CRISTIANO — Vinimos juntos hasta llegar al Pantano de la Desconfianza en el que ambos caímos de repente. Entonces mi vecino Flexible se desanimó, y no quiso pasar delante. Saliendo pues del pantano por el lado más próximo a su casa, me dijo que me dejaba poseer solo el dichoso país: así se fue él por su camino y yo me vine por el mío: él siguió a Obstinado y yo seguir hacia esta puerta.

BUENA VOLUNTAD — ¡Ah pobre hombre! ¿Es la gloria celestial de tan poca estima para él, que no la considera digna de correr unas pocas dificultades para obtenerla?

CRISTIANO — Ciertamente le he dicho a usted la verdad con respecto a Flexible, pero si dijese yo también la verdad con respecto a mi, poca diferencia vería usted entre los dos. Flexible, es verdad, volvió a su casa, pero yo dejé el camino bueno para irme en el de la muerte, porque así me persuadió un tal señor sabio-según-el-mundo, con sus argumentos carnales.

BUENA VOLUNTAD — Conque, ¿te encontraste con él? Y quería hacerte buscar alivio de las manos del señor Legalidad sin duda. Ambos son embusteros. Pero ¿seguiste su consejo?

CRISTIANO — Sí, hasta donde tuve valor, fui en busca del señor Legalidad. Cuando estuve cerca de su casa creí que se me venía encima el cerro que estaba allí: y esto me hizo parar.

BUENA VOLUNTAD — Aquel monte ha causado la muerte de muchos, y causará todavía la muerte de muchos más. Bien, escapaste de ser aplastado.

CRISTIANO — Por cierto no sé lo que hubiera sido de mí en mi perplejidad si Evangelista por fortuna no me hubiera encontrado otra vez, pero por la misericordia de Dios él llegó a mí, de otra manera no hubiera llegado acá. Mas he venido tal como soy, que merezco más ser aplastado por aquel cerro, que estar hablando con mi Señor. ¡Oh! ¡Cuan grande es la no merecida honra de ser admitido aquí!

BUENA VOLUNTAD — Aquí no se ponen dificultades a nadie, quienquiera que haya sido; ninguno es echado fuera. Por tanto, buen Cristiano, ven conmigo un poco y te enseñaré el camino que debes seguir. Mira adelante: ¿Ves ese camino angosto? Pues por ese camino has de ir. Fue compuesto por los patriarcas, profetas, Cristo y sus apóstoles; y es tan recto como una regla. Este es el camino que tienes que seguir.

CRISTIANO — ¿No hay vueltas o rodeos que le hagan a un forastero perder la dirección del camino?

BUENA VOLUNTAD — Sí, hay muchos caminos que cruzan con éste, y son tortuosos y anchos: más en una cosa puedes distinguir el bueno del malo, porque el bueno es el único recto y angosto.

Entonces vi en mi sueño, que Cristiano le preguntó si no podía aliviarlo de su carga; porque todavía llevaba ese peso, y no podía de ninguna manera quitárselo.

Buena Voluntad le contestó:

—Con respecto a, tu carga, debes conformarte a llevarla hasta que llegues al lugar de alivio; pues se caerá de tus hombros por sí misma.

Cristiano ahora ciñó sus lomos y se preparó para el camino. El otro le dijo que a poca distancia de la puerta, llegaría a la casa del Intérprete y que allí debía llamar para que le enseñaran cosas notables y buenas. Con esto Cristiano se despidió de su amigo el cual le deseó buen viaje y la compañía del Señor.

EL progreso del peregrino - Capítulo V

CAPITULO V

Cristiano siguió su camino hasta que llegó a la casa del Intérprete, donde llamó varias veces. Al fin alguien acudió al llamamiento y le preguntó quién era.

CRISTIANO — Soy un viajero enviado acá por un conocido del buen dueño de la casa.

Llamaron, pues, al señor de la casa, el cual en poco tiempo vino a Cristiano, y le preguntó qué cosa quería.

CRISTIANO — Señor he venido de la Ciudad de Destrucción, y voy caminando al Monte de Sión. El hombre que está de portero a la puerta que da entrada a este camino, me dijo que si pasaba yo por aquí, usted me enseñaría cosas buenas y provechosas para mi viaje.

INTERPRETE — Pasa adentro; y te mostraré lo que te será de provecho.

Mandó a su mozo encender una luz e invité a Cristiano a que le siguiese. Conduciéndole a un cuarto privado, el Intérprete mandó al criado que abriese la puerta, lo cual hecho, Cristiano vio colgado en la pared un cuadro que representaba una persona venerable, con los ojos levantados al cielo, el mejor de los libros en sus manos, la ley de la verdad escrita en sus labios, y la espalda vuelta al mundo. Se hallaba de pie, en el ademán de razonar con los hombres, y una corona de oro se veía en su cabeza.

CRISTIANO — ¿Qué significa esto?

ÍNTERPRETE — El hombre representado en esta pintura es uno entre mil. Uno que puede decir en las palabras del apóstol: "Aunque tengáis diez mil ayos en Cristo, no tenéis muchos padres; porque en Cristo Jesús yo os engendré por el Evangelio". Y como lo ve» con los ojos mirando al cielo, el mejor de los libros en sus manos, y la ley de la verdad escrita en sus labios, es para enseñarle que su misión es saber y explicar las cosas profundas a los pecadores: está en pie como para suplicar a los hombres. El tener la espada vuelta al mundo y una corona en la cabeza, es para hacerte entender que con despreciar y hacer poco caso de las cosas presentes, por amor al servicio de su Señor tendrá la corona como premio en el mundo venidero.

Te he enseñado este cuadro primero —añadió el Intérprete—, porque el hombre en él representado, es el único autorizado por el Señor del lugar que buscas, para que sea tu guía en todos los lugares difíciles que has de encontrar: por lo tanto pon cuidado a lo que has visto, no sea que en el camino te encuentres con alguno que con pretexto de dirigirte bien, te encamine a la muerte.

En seguida el intérprete tomó a Cristiano de la mano y lo condujo a una sala grande, llena de polvo, porque nunca había sido barrida. Después de que la hubieron examinado un poco de tiempo el intérprete mandó a uno que la barriese. Luego que comenzó a barrer, el polvo se levantó en nubes tan densas que Cristiano estuvo a punto de sofocarse. Entonces el intérprete llamó a una criada que estaba cerca:

—Trae agua y rocía la sala.

Hecho esto ya fue barrido sin dificultad.

CRISTIANO — ¿Qué significa esto?

ÍNTERPRETE — Esta sala es como el corazón del hombre que nunca fue santificado por la dulce gracia del Evangelio. El polvo es su pecado original y su corrupción interior que ha contaminado todo el hombre. El que comenzó a barrer al principio es la ley; pero aquella que trajo el agua y roció la sala, es el Evangelio. —Y como viste que tan pronto como el primero comenzó a barrer, el polvo se levantó de tal manera que era imposible limpiar la sala y estuviste a punto de. sofocarte; esto es para enseñarte que la Ley en lugar, de limpiar el corazón de pecado, lo hace revivir, le da más fuerza y lo aumenta en el alma, por la razón de que la Ley descubre el pecado y lo prohíbe sin poder vencerlo. Y como viste que la moza roció la sala con agua y así se facilitó el barrerla; es para demostrarte que cuando el Evangelio entre en el corazón con sus influencias tan dulces y preciosas, el pecado es vencido y subyugado, y el alma queda limpia por la fe, por tanto, apta para que habite en ella el Rey de Gloria.

Vi también en mi sueño que el Intérprete tomó a Cristiano de la mano, y le condujo a un pequeño cuarto donde estaban dos niños, sentados cada uno en su silla. El nombre de uno era Pasión, y el del otro Paciencia. Pasión parecía estar muy descontento, mas Paciencia estaba muy tranquilo. Entonces preguntó Cristiano:

— ¿Por qué está descontento Pasión?

El Intérprete contestó diciendo:

—El ayo quiere que Pasión espere hasta el principio del año venidero para recibir sus mejores cosas; mas Pasión todo lo quiere al momento. Paciencia al contrario, está resignado a esperar.

Luego vi que vino un hombre a Pasión y le trajo un saco de tesoros y lo vació a sus pies, y el niño los recogió con gusto y se divirtió con ellos, haciendo burla al propio tiempo de Paciencia. Más vi que en poco tiempo todo lo había desperdiciado y no le quedaron más que andrajos.

CRISTIANO — Explíqueme usted, señor Intérprete, el significado de esto.

ÍNTERPRETE — Estos dos muchachos son figuras: Pasión, de los hombres de este mundo, y Paciencia de los del venidero; porque como has visto que Pasión todo lo quiere en este mismo año, es decir, en este mundo, así son los hombres mundanales; quieren gozar de todas sus cosas buenas en esta vida y no pueden esperar hasta la vida venidera. Aquel dicho: "un pájaro en la mano vale más que cien volando", les es de más autoridad que todo el testimonio Divino sobre los bienes del mundo venidero. Mas como viste que él pronto malgastó todo, y nada le quedó sino andrajos, lo mismo sucederá con tales hombres en el fin de este mundo.

CRISTIANO — Veo que Paciencia tiene la mejor sabiduría, y eso por dos razones: primero, porque espera para recibir sus cosas buenas; y segundo, porque él recibirá sus tesoros cuando el otro no tendrá más que andrajos, por haber malgastado lo que tenía.

ÍNTERPRETE — Y bien puedes agregar otra razón, a saber, la gloria del mundo venidero nunca se acabará; mientras que los bienes de este mundo se desvanecerán pronto. Por lo tanto Pasión, aunque recibió sus buenas —cosas desde luego, tenía menos razón de reírse que Paciencia, puesto que este recibirá sus tesoros al fin. Así el primero tiene que ceder paso a lo que viene después, cuando llegue la hora; mas lo que es último no cede paso a nada; porque nada hay que le siga. Por esta razón el que recibe su parte al último de todos, lo tendrá para siempre. El que tiene su porción al presente, con el tiempo la va gastando hasta que no le queda nada; el que tiene al fin, la tendrá para siempre, porque no habrá más tiempo que se la gaste. Así se dijo al rico avariento: "Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; mas ahora él es consolado aquí y tú atormentado."

CRISTIANO — Según esto no es lo mejor afanarse por las cosas presentes, sino poner la esperanza en las venideras.

INTÉRPRETE — Esa es la verdad: "Las cosas que se ven son temporales; mas las que no se ven son eternas". Pero sucede, desgraciadamente, que teniendo tanta conexión entre sí las cosas presentes y nuestros apetitos carnales, se hacen muy pronto amigos; lo cual no pasa con las cosas venideras, que están a tanta distancia del sentido de la carne.

Después de esto, tomando Intérprete de la mano a Cristiano, lo introdujo en un lugar donde había fuego encendido junto a la pared, y uno echando agua sin cesar con intento de apagarle; mas el fuego continuaba cada vez más vivo y con mayor intensidad. Sorprendido de esto nuestro hombre, preguntó su significado, y entonces Intérprete respondió: —Ese fuego representa la obra de la gracia en el corazón, y ese que ves echando agua es Satanás; pero su intento es vano. Ven conmigo y comprenderás por qué en lugar de extinguirse el fuego se hace cada vez más vivo. ¿Ves esa otra persona? Continuamente está echando aceite en el fuego, aunque secretamente, y de esa manera le da cada vez más cuerpo. Esa persona es Cristo, que con el óleo de su gracia mantiene la obra comenzada en el corazón, a pesar de los esfuerzos del Demonio. Y el estar detrás de la pared te enseña que es difícil para los tenta­dos ver cómo esta obra de la gracia se mantiene en el alma.

En seguida llevó a Cristiano a un sitio muy delicioso, donde había un soberbio y bellísimo palacio, en cuya azotea había algunas personas vestidas de oro y a cuya puerta vio una gran muchedumbre de hombres, muy deseosos, al parecer, de entrar; pero que no se atrevían. Vio también a poca distancia de la puerta un hombre sentado a una mesa, con un libro y recado de escribir, y tenía el encargo de ir apuntando los nombres de los que entraban. Además vio en el portal muchos hombres armados para guardar la entrada, resueltos a hacer todo el daño posible a los que intentasen entrar. Mucho sorprendió esto a Cristiano; pero su asombro subió de punto al observar que mientras todos retrocedían, por miedo a los hombres armados, uno que llevaba retratada en su semblante la intrepidez se acercó al que estaba sentado a la mesa, diciéndole: "Apunte usted mi nombre", y luego desenvainando su espada y con la cabeza resguardada por un yelmo acometió por medio de los que estaban puestos en armas, y a pesar de la furia infernal con que se lanzaron sobre él, empezó a repartir denodadamente tajos y golpes. Su intrepidez fue tal que, aunque herido y habiendo derribado a muchos que se esforzaban desesperadamente por detenerle, se abrió paso y penetró en el palacio, a tiempo que los que habían presentado la lucha desde la azotea, le vitoreaban, diciéndole: "Entrad, entrad y lograréis la gloria eterna." Después de lo cual le recibieron gozosos en su compañía y le vistieron con vestiduras resplandecientes, semejantes a las suyas.

—Todo esto lo comprendo—dijo entonces Cristiano sonriéndose—: dame ahora permiso para continuar mi camino.

—No —le respondió Intérprete—; aún tengo que mostrarte algunas cosas. —Y tomándole de la mano le llevó a un cuarto oscuro, donde había un hombre encerrado en tina jaula de hierro. Su semblante revelaba profunda tristeza; sus ojos estaban fijos en la tierra; sus manos cruzadas, al mismo tiempo que profundos suspiros y gemidos indicaban la tortura de su corazón.

— ¿Qué es esto?—dijo asombrado Cristiano.

— Pegúntaselo a él mismo —le respondió Intérprete.

CRISTIANO — ¿Quién eres tú?

ENJAULADO — ¡Ah! En otro tiempo hice profesión de cristiano, y prosperaba y florecía a mis propios ojos y a los ojos de los demás. Me creía destinado a la Ciudad Celestial, y esta idea me llenaba de grande regocijo. Pero ahora soy una criatura de desesperación; encerrado en esta jaula de hierro, no puedo salir, ¡ay de mí!, no puedo salir.

CRISTIANO — Pero ¿cómo has llegado a este estado tan miserable?

ENJAULADO — Dejé de velar y de ser sobrio, solté la rienda a mis pasiones, pequé contra lo que clara y expresamente manda la palabra y bondad del Señor; entristecí al Espíritu Santo, y éste se ha retirado; tenté al Diablo, y vino a mí; provoqué la ira de Dios, y el Señor me ha abandonado; mi corazón se ha endurecido de tal manera, que ya no puedo arrepentirme.

CRISTIANO — ¿Pero no hay remedio ni esperanza para ti? ¿Habrás de estar encerrado siempre en esa férrea jaula de desesperación? ¿No es infinitamente misericordioso el Hijo bendito del Señor?

ENJAULADO — He perdido toda esperanza. He crucificado de nuevo en mí mismo al Hijo de Dios, he aborrecido su persona, he despreciado su justicia, he profanado su sangre, he ultrajado al Espíritu de gracia; he aquí por qué me considero destituido de toda esperanza, y no me restan sino las amenazas terribles de un juicio cierto y se­guro, y la perspectiva de un fuego abrasador, de cuyas llamas he de ser pasto. A este estado me han traído mis pasiones, los placeres e intereses mundanos, en cuyo goce me prometí en otro tiempo muchos deleites, pero que aho­ra me atormentan y me corroen como un gusano de fuego.

INTÉRPRETE — Pero, ¿no puedes aún al presente volverte a Dios y arrepentirte?

ENJAULADO — Dios me ha negado el arrepentimiento; en su palabra no encuentro ya estímulo para creer; es el mismo Dios el que me ha encerrado en esta jaula, y todos los hombres del mundo juntos no me podrán sacar de ella. ¡Oh, eternidad, eternidad! ¿Cómo podré yo luchar con la miseria que me espera en la eternidad?

INTÉRPRETE — Cristiano, nunca eches en olvido la miseria de este hombre; que te sirva siempre de escarmiento y de aviso.

CRISTIANO — ¡Terrible es esto! Concédame el Señor su auxilio para velar y ser sobrio, y pedirle que no permita el que yo llegue algún día a ser presa de tamaña miseria. Pero, Señor, ¿no le parece a usted que ya es tiempo de que yo me marche?

INTÉRPRETE — Aún no. Tengo una cosa más que mostrarte.

Y tomándole de la mano lo pasó a una habitación, donde se veía a uno, en el acto de levantarse de la cama, y que, según se iba vistiendo, se estremecía y temblaba. Intérprete no quiso explicar por sí mismo el significado de esto, sino que mandó al que se vestía que la diese, el cual dijo así:

— Esta noche he soñado que tinieblas espantosas se difundían por todo el cielo, al mismo tiempo que se sucedían tales y tan terribles relámpagos y truenos, que me pusieron en la mayor agonía. Vi también que las nubes chocaban violentamente unas contra otras, agitadas por un impetuoso huracán. Vi un hombre, sentado en una nube, acompañado de millares y millares de seres celestiales, todos en llamas de fuego; los cielos parecía que estaban ardiendo como un horno, y al mismo tiempo oí la voz de una terrible trompeta, que decía: "Levantaos, muertos, y venid a juicio"; en el mismo momento vi que las rocas se hendían, se abrieron los sepulcros y salieron los muertos en ellos encerrados, unos levantando muy contentos los ojos al cielo, y otros, avergonzados, buscando esconderse debajo de las montañas. Entonces vi al hombre de la nube abriendo el libro y mandando que todos se aproximasen a él; pero a una respetuosa distancia, cual suele haber entre el juez y los reos que por él van a ser juzgados, pues de la nube salía fuego que no permitía a ninguno acercarse a ella. En seguida oí al hombre de la nube que intimaba a sus servidores: "Recoged la cizaña, la paja y la hojarasca, y arrojadlo todo al lago ardiendo". Y en el mismo instante, precisamente cerca de donde yo me hallaba, se abrió el abismo, de cuya boca salían con horrible ruido nubes espantosas de humo y carbones encendidos. Luego volvió a decir: "Allegad mi trigo en el alfolí"; y en­tonces muchos fueron arrebatados por las nubes, pero yo quedé donde estaba. En esto yo buscaba donde escon­derme; pero no me era posible, porque los ojos del hombre de la nube estaban fijos en mí; entonces mis pecados se amontonaron en mi memoria y mi conciencia me acusaba por todas partes, y con esto me desperté.

CRISTIANO — Pero, ¿y por qué tanto temor a la vista de todo esto?

HOMBRE — Porque creí que el día del juicio había llegado, y yo no estaba preparado para él; pero más aún: porque al ver a los ángeles recoger a muchos, me dejaron a mí, y precisamente a la boca del abismo; al mismo tiempo mi conciencia me atormentaba, pareciéndome que el Juez tenía en mí fijos sus ojos y su rostro lleno de indignación.

Entonces dijo Intérprete a Cristiano: — ¿Has considerado bien todas estas cosas?

CRISTIANO — Sí, y me infunden temor al par que esperanza.

INTÉRPRETE — Grábalas, pues, en tu memoria, y sean ellas un estímulo para que continúes avanzando en el camino que debes seguir. Marcha ya; el Consolador te acompañe, y sea él siempre el que dirija tus pasos hacia la ciudad.

Cristiano marchó, y por el camino repetía sin cesar estas palabras: —Cosas muy grandes y muy provechosas acabo de ver; al par que terribles, son también para mí de mucho aliento. Quiero pensar siempre en ellas, que no en balde se me han enseñado. Gracias al buen Intérprete, que ha sido tan bondadoso conmigo.

EL progreso del peregrino - CapítuloVI

CAPITULO VI

Cristiano llega a la Cruz. Se le cae la carga de sus hom­bros, es justificado y recibe una investidura y un diploma de adopción en la familia de Dios.

Después, en mi sueño, vi a Cristiano ir por un camino resguardado a uno y otro lado por dos murallas llamadas salvación. Marchaba, sí, con mucha dificultad, por ra­zón de la carga que llevaba en sus espaldas; pero marcha­ba apresurado y sin detenerse, 'hasta que lo vi llegar a una montaña, y en cuya cima había una cruz, y un poco más abajo un sepulcro. Al llegar a la cruz, instantáneamente la carga se soltó de sus hombros, y rodando fue a caer en el sepulcro, y ya no la vi más.

¡Cuál no sería entonces la agilidad y el gozo de Cris­tiano! "¡Bendito El —le oí exclamar—, que con sus penas me ha dado descanso, y con su muerte me ha dado vida!" Por algunos instantes se quedó como extático mirando y adorando, porque le era muy sorprendente que la vista de la Cruz así hiciese caer su carga; continuó contemplándola, pues, hasta que su corazón rompió en abundantes lágrimas. Llorando estaba, cuando tres Seres resplandecientes se pusieron delante de él, saludándole con la 'Paz". Luego, el primero le dijo: —Perdonados te son tus pecados. Entonces el segundo le despojó de sus harapos y le vistió de un nuevo ropaje, y el tercero le puso una señal en su frente; le entregó un rollo sellado, el cual debía estudiar en el camino, y entregar a su llegada, a la puerta celestial. Cristiano, al ver todo esto, dio tres altos de alegría, y continuó cantando:

Vine cargado con la culpa mía

De lejos, sin alivio a mi dolor;

Mas en este lugar, ¡oh, qué alegría!,

Mi solaz y mi dicha comenzó.

Aquí cayó mi carga, y su atadura

En este sitio rota, yo sentí.

¡Bendita cruz! ¡Bendita sepultura!

¡Y más bendito quien murió por mí!

EL progreso del peregrino - Capítulo VII

CAPITULO VII

Cristiano encuentra a Simplicidad, Pereza y Presunción entregados a un profundo sueño; es despreciado por Formalista e Hipocresía; sube por el collado Dificultad; pierde el rollo y le halla otra vez.

Pasada esta escena, vi en mi sueño que Cristiano continuó su camino, y llegando a una hondonada, vio algún tanto desviados del camino, entregados a un profundo sueño y con grillos en sus pies, a tres sujetos que se llamaban simplicidad, Pereza y Presunción. Se acercó a ellos, con objeto de despertarlos, y les dio voces diciendo: —Despertad, que sois como los que duermen en lo alto de un mástil, que tienen debajo de sus pies el mar muerto, que es un abismo sin fondo. Levantaos y venid conmigo; yo os ayudaré también a quitaros esos grillos, porque si pasa por aquí el león rugiente, indudablemente caeréis en sus terribles garras. Los tres se despertaron, fijaron sus miradas en Cristiano, empezando a contestarle del modo que sigue. Simplicidad dijo: —Yo no veo aquí peligro alguno. —Pereza añadió a su vez: Aún un poco más de dormir. —Y Presunción se quejó por —meterse en lo que nada le importaba; y con esto se entregaron de nuevo al sueño, dejando a Cristiano que siguiese su camino. Así lo hizo éste, aunque profundamente entristecido y lastimado de ver aquellos hombres, puestos en riesgo tan inminente, rehusar testarudos al que generosamente se había brin­dado, después de despertarlos de su funesto sueño y darles saludables consejos, a ayudarles a deshacerse de sus li­gaduras.

Absorto en estos pensamientos marchaba nuestro buen hombre, cuando, con gran sorpresa, vio saltar la muralla que guardaba el camino angosto dos seres que a pasos muy apresurados se dirigían hacia él: sus nombres eran Formalista e Hipocresía. Llegados al encuentro de Cris­tiano, se trabó entre ellos la siguiente conversación:

CRISTIANO — Señores, ¿de dónde venís y adonde vais?

FORMALISTA e HIPOCRESÍA. — Somos naturales de la tierra de Vanagloria, y nos dirigimos en busca de alabanzas al monte Sión.

CRISTIANO — Pero, ¿cómo no habéis entrado por la puerta que está al principio del camino? ¿No sabéis que está escrito: "El que no entra por la puerta, mas sube por otra parte, el tal es ladrón y robador?".

FORM. e HIP. — Los naturales de nuestro país consideran, y con razón, que para buscar la puerta necesitan dar un gran rodeo, y les es más corto y más fácil saltar por la pared. Es verdad que con esto traspasan la voluntad revelada del Señor; pero han adquirido ya esa costumbre, que data de más de mil años, y que tiene, por tanto, los derechos de prescripción. Seguramente, llevada la cuestión a un tribunal, un juez imparcial fallaría a nuestro favor. Además, la cuestión es entrar en el camino; el por dónde es lo de menos; usted ha entrado por la puerta, nosotros lo hemos hecho por la pared; pero uno y otros estamos en el camino, y no vemos en usted ventaja alguna sobre nosotros.

CRISTIANO — No puedo en manera alguna ser de vuestro pa­recer. Yo sigo la regla del Maestro, al mismo tiempo que vosotros seguís nada más que el tosco impulso de vuestros caprichos, y sois, con razón, mirados como salteadores por el Señor del camino. Estoy cierto que al fin de vuestro viaje no seréis mirados como hombres de verdad y de fe. Habéis entrado sin la anuencia del Señor, y saldréis sin su misericordia.

FORM. e HIP. — Será lo que dices todo lo verdad que quieras suponer; pero cuídese cada uno de sí mismo y deje en paz a los demás. Sabe que las leyes y ordenanzas las guardaremos tan escrupulosamente como tú; nada, pues, nos distingue de ti sino ese vestido, que, sin duda, te ha dado algún vecino para cubrir la vergüenza de tu des­nudez.

CRISTIANO — En grande equivocación estáis, creyendo que os salvarán las leyes y ordenanzas, pues no habéis entrado por la puerta angosta. Este vestido que llama vuestra atención me fue dado por el Señor para cubrir así la ver­güenza de mi desnudez, y lo tengo por gran señal de su bondad, pues antes no tenía más que andrajos. Cuando yo llegue a la puerta de la ciudad, El me reconocerá como bueno y merecedor de ser en ella admitido por este vesti­do que de su voluntad me dio el día que me limpió de mi miseria. Además, llevo en mi frente una señal, que sin duda no habéis visto, puesta sobre mí por uno de los so­cios más íntimos del Señor el día en que se cayó de mis hombros la carga que me tenía tan abrumado. Después de esto, tengo también un rollo, que entonces mismo se me dio, con el doble objeto de que su lectura me consolase durante mi viaje y su presentación me facilitase la entrada a la puerta celestial. Sospecho que todas estas cosas os han de hacer falta, y carecéis de ellas porque no habéis entrado por la puerta.

Nada respondieron los dos a estas observaciones de Cristiano; únicamente se miraron uno a otro y se sonrie­ron. Los vi después a todos tres siguiendo su carrera. Cristiano iba delante de ellos hablando consigo mismo, unas veces triste, consolado y alegre otras, y muchas le­yendo el rollo que se le había dado y que le proporcionaba mucho aliento.

De esta manera llegaron al pie de un collado, llamado Dificultad, en el que había una fuente, y además del ca­mino que venía desde la puerta, había otros dos, uno ha­cia la izquierda y el otro hacia la derecha, por el llano, llamados el primero Peligro y el segundo Destrucción. El camino angosto subía derecho por el collado Dificultad. Cristiano se acercó a la fuente, bebió y se refrigeró. Emprendió después collado arriba por el camino angosto, cantando:

Llegar quiero a la cima del collado, Aunque tenga que subir dificultad; El camino de vida aquí trazado, Seguiré sin temor ni desmayar.

Arriba, pues, valor, corazón mío; La senda dura y áspera es mejor Que la llana, que lleva en extravío A la muerte y eterna perdición.

Los otros dos caminantes llegaron también al pie del collado; pero cuando vieron su elevación y su gran pen­diente, y que había otros dos caminos mucho más fáciles y que probablemente llevarían al mismo término que el que había tomado Cristiano para ir a la otra parte del co­llado, se resolvieron a ir por uno de ellos. El primero tomó el camino Peligro, y fue a parar a un gran bosque; el otro tomó el de Destrucción, que le condujo a un anchuroso campo lleno de oscuras montañas, donde tropezó y cayó para no levantarse más.

Volví mis ojos a Cristiano para presenciar su subida a la cumbre. ¡Cuánto trabajo y cuánta fatiga! No podía co­rrer, y algunas veces casi ni andar; trepaba nada más ayudándose con sus manos. Afortunadamente, a la mitad de la subida había un agradable cobertizo, puesto allí por el Señor del camino para descanso y refrigerio de los fati­gados viajeros. Entró en él Cristiano y se sentó a descan­sar. Sacó del seno su rollo para recrearse y consolarse con su lectura, y lo mismo hizo mirando al vestido que se le había regalado al pie de la Cruz. Mas, mientras así se re­creaba, le sobrevino el sueño, del cual no despertó casi hasta la noche, y durante el cual el rollo cayó de sus ma­nos. Mientras dormía se le acercó uno, que le dijo: "Pe­rezoso, ve a la hormiga, y considera sus caminos y apren­de sabiduría". A esta advertencia despertó y, levan­tándose al instante, emprendió de nuevo su marcha con toda prisa hasta vencer la cumbre.

Ya en ella, le salieron al encuentro Temeroso y Des­confianza, que retrocedían corriendo: — ¿Por qué retroce­déis?—les dijo. —Caminábamos—respondió Temeroso— hacia la ciudad de Sión; ya habíamos superado las dificul­tades de este collado; pero cuanto más avanzábamos hemos encontrado dificultades mayores; así que nos ha pare­cido más prudente retroceder y abandonar esta empresa. —Dice bien mi compañero—añadió Desconfianza—; a poco trecho de aquí hay a los dos lados del camino dos leones; si despiertos o dormidos, no lo sabemos; pero sí temíamos, con razón, que si llegábamos a ellos nos harían pedazos. —Me infundís miedo—respondió Cristiano— con lo que decís; pero, ¿adonde huiré para tener seguridad? Si vuelvo a mi país, fuego y azufre están preparados contra él, y allí mi perdición es segura; pero si logro llegar a la ciudad celestial estoy ya asegurado para siempre. Animo, pues, y adelante; tengamos confianza. Volver es buscar la muerte segura; en el avanzar hay, sí, temor de muerte; pero también la vida eterna en perspectiva; adelante, adelante. — Y diciendo y haciendo, echó a andar, mientras Temeroso y Desconfianza retrocedían corriendo collado abajo.

Mas el dicho de aquéllos le traía un poco pensativo, y para animarse y consolarse buscó en su seno el rollo. ¡Ay de él! No lo encontró. Grande fue entonces su aflicción e indecisión, pues se hallaba falto de lo que tanto le ayu­daba y era su salvoconducto para entrar en la Ciudad Ce­lestial. En tan críticos momentos se acordó de que se ha­bía quedado dormido en el cobertizo, e hincando sus rodi­llas en tierra pidió perdón al Señor y volvió atrás en busca de lo que había perdido. ¡Pobre Cristiano! ¿Quién po­drá expresar con palabras su pesadumbre y sentimiento? Unas veces lanzaba tristes suspiros, otras derramaba abun­dantes lágrimas, y sin cesar se reprendía a sí mismo por la necedad de haberse dejado apoderar del sueño en un lugar que estaba destinado solamente para un pequeño refrige­rio y descanso. Miraba a un lado y otro del camino cuida­dosamente, buscando su diploma, hasta que llegó al cobertizo. Allí su dolor se hizo más intenso, y más profunda la llaga de su pesar, a la vista de un sitio que le recordaba una desgracia tan sensible, y le hizo prorrumpir en los siguientes lamentos: "¡Miserable y desgraciado de mí! ¡Dormirme durante el día! ¡Dormirme en medio de tan­tas dificultades! ¡Condescender así con la carne y darle ese descanso en un sitio destinado solamente para el alivio del espíritu de los peregrinos! ¡Cuántos pasos he dado en vano! ¡Así les sucedió a los Israelitas, que por sus pecados se les hizo volver por el camino del Mar Rojo! ¡Triste de mí, que me veo precisado a dar con sentimientos estos pasos, que pudiera haber andado con placer a no haber sido por pecaminoso sueño! ¡Cuan adelantado no estaría yo ahora en mi camino! Me veo precisado a andar tres veces lo que con una me hubiera bastado, siendo lo peor del caso que probablemente me va a sorprender la noche, pues el día está ya casi pereciendo. ¡Cuánto más me hu­biera valido haber resistido el ataque del sueño!"

Así, absorto en estos pensamientos, llegó al cobertizo, donde se sentó algunos momentos para dar rienda, suelta a sus lágrimas, hasta que por fin quiso la Providencia que mirase debajo del banco donde se había sentado y descu­briese su rollo; inmediatamente lo recogió azorado y lo metió en su seno.

Imposible me sería describir la alegría de este hombre al tomar de nuevo posesión de su rollo, que era la garan­tía de su vida y el pase para el puerto que suspiraba. Lo metió cuidadosamente en su seno, dio gracias al Señor, que le hizo dirigir sus miradas al sitio donde lo había per­dido, y, llorando de alegría, emprendió de nuevo su marcha.

Muy ligero y muy alegre andaba, pero no tanto que no se le pusiese el sol antes de llegar a la cima. —¡Oh sueño funesto!— decía en medio de su dolor—; tú has sido la causa de que tenga ahora que hacer mi jornada de noche; el sol ya no me alumbra; mis pies no sabrán ya el camino por donde dirigirse y mis oídos no percibirán más que el rugido de los animales nocturnos. ¡Ay de mí! Los leones que Temeroso y Desconfianza vieron en el camino, precisamente de noche van en busca de su presa; si en la oscuridad doy con ellos, ¿quién me salvará de sus garras?

Tan lúgubres eran sus pensamientos mientras caminaba, cuando, levantando su vista, vio cerca un palacio magnífico, llamado Hermoso, que estaba situado frente al camino.

EL progreso del Peregrino - Capítulo VIII

CAPITULO VIII

Cristiano pasa en salvo entre los dos leones, y llega al palacio llamado Hermoso, donde le admiten con afa­bilidad y le tratan con atención y cariño.

A la vista del palacio, Cristiano apresuró su marcha, esperando encontrar en él alojamiento. Mas antes de lle­gar tropezó con un desfiladero, distante nada más que unos cien pasos del palacio, y a cuyos dos lados vio dos terribles leones. —Este es, sin duda, el peligro—dijo para sí—que ha hecho retroceder a Temeroso y Desconfianza. (Ni aquéllos ni él habían visto que los leones estaban ata­dos con cadenas.) —Yo, pues, también debo retroceder, porque veo que no me espera más que la muerte. Mas a este tiempo, observando el portero del palacio, cuyo nom­bre era Vigilante, la indecisión y peligro de Cristiano, le gritó: — ¿Tan pocas fuerzas tienes? No tengas miedo a los leones, pues están encadenados y puestos ahí solamente para prueba de la fe en unos y descubrimiento de la falta de ella en otros; sigue, pues, por medio del camino, y ningún daño te sobrevendrá.

Entonces Cristiano pasó, aunque lleno de temor a los leones; siguió cuidadosamente las instrucciones de Vigi­lante, y oyó, sí, los rugidos de aquellas fieras, pero ningún daño recibió. Batió palmas, y en cuatro saltos llegó a la portería del palacio, y preguntó a Vigilante:

CRISTIANO — ¿De quién es este palacio? ¿Me será permi­tido pasar en él la noche?

PORTERO. — Este palacio pertenece al Señor del Colla­do, y ha sido construido para servir de descanso y seguri­dad a los viajeros. Y tú, ¿de dónde vienes? ¿Y adon­de vas?

CRISTIANO — Vengo de la ciudad de Destrucción y me dirijo al Monte Sión; mas la noche me ha sorprendido en el camino y desearía, si en ello no hubiese inconveniente, pasarla aquí.

PORTERO — ¿Cuál es tu nombre?

CRISTIANO — Ahora me llamo Cristiano; mi nombre anterior era Singracia. Desciendo de la raza de Japhet, a la cual Dios persuadirá a morar en los tabernáculos de Seiri.

PORTERO — ¿Cómo has llegado tan tarde? El sol se ha puesto ya.

CRISTIANO — He tenido dos grandes desgracias. Primeramente me dejé rendir del sueño en el cenador de la cuesta del Collado; y como si con esto no hubiese perdido bastante tiempo, durmiendo se me cayó el rollo, cuya falta no noté hasta que estaba en la cima, por cuya razón tuve que volver atrás, y gracias al Señor, lo encontré. Estas han sido las causas de mi tardanza.

PORTERO — Bien está. Voy a llamar a una de las vírgenes para que hable contigo, y si le parece bien tu conversación, entonces te introducirá al resto de la familia, según las reglas de esta casa.

Hizo, pues, sonar una campanilla, a cuyo eco acudió una doncella, dotada de gravedad y hermosura, cuyo nombre era Discreción, la cual preguntó la causa por que la habían llamado.

PORTERO—Este hombre es un peregrino, que va desde la ciudad de Destrucción al Monte Sión; la noche le ha cogido en el camino, y está además muy fatigado; pregunta si se le podrá dar hospedaje aquí.

Entonces Discreción le interrogó sobre su viaje y los sucesos que en él habían tenido lugar, y habiendo obteni­do respuestas satisfactorias a todo, prosiguió preguntando:

DISCRECIÓN. — ¿Cómo te llamas?

CRISTIANO — Mi nombre es Cristiano; y sabiendo que este edificio ha sido precisamente levantado para seguridad y albergue de los peregrinos, quisiera me admitieseis en él a pasar la noche.

Discreción sonrió, al mismo tiempo que algunas lágri­mas se deslizaban por sus mejillas, y añadió: —Deja que llame a dos o tres de mi familia.—Y llamó a Prudencia, Piedad y Caridad, quienes, después de haber hablado un i ato con él, le introdujeron a la casa, muchos de cuyos moradores salieron a recibirle cantando: —Entra, bendito del Señor, pues para peregrinos como tú ha sido edificado este palacio.—Cristiano les hizo una reverencia, pasó ade­lante y, luego que hubo tomado asiento, le sirvieron un pequeño refrigerio mientras se le preparaba la cena. Y para que el tiempo no fuese perdido, entablaron con él el siguiente diálogo:

PIEDAD. — Vamos, buen Cristiano, tú has visto nuestro cariño y la benevolencia con que te hemos hospedado; cuéntanos, para nuestra edificación, algo de lo que en el viaje te ha sucedido.

CRISTIANO — Con mucho gusto, pues veo con placer vuestra buena disposición.

PIEDAD. — ¿Qué fue lo que te movió a emprender esta vida de peregrino?

CRISTIANO — Un eco tremendo que me estaba siempre di­ciendo al oído "si no sales de aquí, inevitablemente pere­cerás", me obligó a abandonar mi patria.

PIEDAD. — ¿Y por qué tomaste este camino y no otro?

CRISTIANO — Porque así lo quiso el Señor. Yo estaba tem­bloroso y llorando, sin saber adonde huir, cuando me salió al encuentro un hombre llamado Evangelista, que me di­rigió hacia la puerta angosta, que por mí solo, yo nunca hubiera encontrado, y me puso en el camino que me ha traído derechamente hasta aquí.

PIEDAD. — ¿Y no pasaste por la casa de Intérprete?

CRISTIANO — ¡Ah!, sí, y por cierto que mientras viva nun­ca olvidaré las cosas que allí me fueron enseñadas, espe­cialmente tres: primera, cómo Cristo mantiene en el co­razón la obra de la gracia a despecho de Satanás; segun­da, cómo el hombre, por su mucho y grave pecar, llega a desesperar de la misericordia de Dios, y tercera, la visión del que soñando presenciaba el juicio universal.

PIEDAD. — ¿Le oíste contar su sueño?

CRISTIANO — Sí, y en verdad era terrible, tanto que afligió mi corazón en gran manera; pero ahora me alegro mucho de haberlo oído.

PIEDAD. — ¿No viste más en casa de Intérprete?

CRISTIANO — ¡Oh!, sí; di un magnífico palacio, cuyos ha­bitantes estaban vestidos de oro, y a su entrada vi un atre­vido que, abriéndose camino por entre la gente armada que trataba de impedírselo, logró entrar, al mismo tiempo que oí las voces de los de dentro que le animaban a con­quistar la gloria eterna. De buena gana me hubiera estado un año entero en aquella casa; pero me restaba aún mucho camino que andar; así que dejé el palacio y emprendí otra vez mi marcha.

PIEDAD. — ¿Y qué te ocurrió luego en el camino?

CRISTIANO — Muy poco llevaba andado, cuando vi a uno, al parecer colgado de un madero, lleno todo Él de heridas —y de sangre, a cuya vista se cayó de mis hombros un peso muy molesto, bajo el cual iba yo gimiendo. Mi sorpresa fue muy grande, pues nunca había visto cosa semejante. Le miraba yo como embelesado, cuando se me acercaron tres Resplandecientes: el uno me aseguraba que mis pecados eran perdonados; el otro me quitó el vestido de andrajos que llevaba y me dio éste nuevo y hermoso que ves, y el tercero me selló en la frente y me dio este rollo.

PIEDAD. — Sigue, Cristiano; cuéntame, que algo más has —debido de ver.

CRISTIANO — He contado ya lo principal y lo mejor. También vi a tres, Simplicidad, Pereza y Presunción, durmiendo a la parte afuera del camino y con grillos en sus pies y por más que hice no los pude despertar. Después vi a Formalista e Hipocresía, que saltaron por encima de la pared y pretendían ir a Sión; pero muy luego se perdieron por no haberme creído. También hallé muy penosa la subida a este collado, y muy terrible el paso por entre las bocas de los leones; ciertamente, sin el buen portero, que con sus palabras me animó, tal vez me hubiera vuelto atrás. Pero, gracias a Dios, estoy aquí, y las doy también a ustedes por haberme recibido.

Después de este diálogo, Prudencia tomó la palabra y preguntó:

PRUDENCIA — ¿No piensas alguna vez en el país de donde vienes?

CRISTIANO — Sí, señora; aunque no sin mucha vergüenza y repugnancia. Si yo lo hubiera deseado, tiempo he tenido y oportunidades de volver atrás; pero aspiro a otra patria mejor: la celestial.

PRUDENCIA — ¿No llevas todavía contigo algunas de las cosas con que estabas más familiarizado antes de ponerte en camino?

CRISTIANO — Sí, señora; aunque bien contra mi voluntad, especialmente mis propios pensamientos carnales, que tanto nos complacían a mi y a mis paisanos; pero ahora todas estas cosas me pesan tanto, que, a estar en mí sólo la elección, nunca más pensaría en ellas; mas cuando quiero hacer lo que es mejor, entonces lo que es peor está en mí.

PRUDENCIA — ¿Y no sientes algunas veces casi vencidas ya estas cosas, que en otras ocasiones te llenaban de confusión?

CRISTIANO — Sí; pero es pocas veces; sin embargo, esas horas en que esto me sucede son para mí de oro.

PRUDENCIA — ¿Te acuerdas cuáles son los medios por los cuales en esas ocasiones vences tales molestias?

CRISTIANO — ¡Oh, sí! Cuando medito en lo que vi y me pasó al pie de la cruz; cuando contemplo este vestido bordado; cuando me recreo en mirar este rollo, y cuando me enardece el pensamiento de lo que me espera, si felizmente llego al lugar adonde voy, entonces parece como que desaparecen esas cosas que tanto me molestan.

PRUDENCIA — ¿Y por qué ansias tanto llegar al Monte Sión?

CRISTIANO — ¡Ah! Porque allí espero ver vivo al que hace poco vi colgado en el madero; allí confío verme completamente libre de lo que ahora me molesta tanto; allí se asegura que no tiene ya cabida la muerte; y, por último, tendré allí la compañía que más me agrada. Y amo mucho al que con su muerte me quitó mi carga; mis enfermedades interiores me tienen muy molestado; deseo llegar al país donde ya no habrá muerte, y ansío tener por compañeros a los que sin cesar están cantando: "Santo, santo, santo."

Tomó entonces la palabra Caridad, y dijo a Cristiano:

CARIDAD. — ¿Tienes familia? ¿Estás casado?

CRISTIANO — Señora, tengo mujer y cuatro hijitos.

CAR. — ¿Por qué no los has traído contigo?

CRISTIANO (Llorando}. —Con muchísimo gusto lo hubiera hecho; pero, desgraciadamente, todos los cinco reprobaron mi viaje y se opusieron a él con todas sus fuerzas.

CAR. — Pero tu deber era haberles hablado y esforzarte por persuadirles del peligro que corrían con quedarse.

CRISTIANO — Así lo hice, manifestándoles también lo que Dios me había declarado sobre la ruina de nuestra ciudad. Pero lo consideraron como un delirio y no me creyeron; advirtiendo, además, que éste mi consejo lo acompañé de fervorosas oraciones al Señor, porque quería mucho a mi mujer y a mis hijos.

CAR. — ¿Supongo que les hablarías con energía de tu dolor y de tus temores de destrucción, porque creo que tú hablarías con bastante claridad lo inminente de tu ruina?

CRISTIANO — Lo hice, en verdad, no una, sino muchas veces, y además tenían muy patentes a la vista mis temores y mi semblante, en mis lágrimas y en el temblor que me sobrecogió por el temor del juicio que pesaba sobre nuestras cabezas. Pero nada fue bastante para inducirlos a que me siguiesen.

CAR. — ¿Pues qué razones pudieron alegar para no seguirte?

CRISTIANO — Mi esposa temía perder este mundo, y mis hijos estaban de lleno entregados a los vanos placeres de la juventud; y así fue que, por lo uno y por lo otro, me dejaron emprender solo este viaje, como veis.

CAR. — ¿Pero no pudo muy bien suceder, que con la vanidad de tu vida inutilizases los consejos que les dabas para que te siguiesen?

CRISTIANO — Es verdad que nada puedo decir en recomendación de mi vida, porque conozco las muchas imperfecciones de ella, y sé también que un hombre puede hacer nulo con su conducta lo que procura inculcar a otros con la palabra para bien de ellos. Una cosa, sin embargo, puedo decir: que me guardaba muy bien de darles ocasión, con cualquiera acción inconveniente, para que se retrajesen de acompañarme en mi peregrinación, tanto, que solían decir que era demasiado difuso, y que me privaba por causa de ellos de cosas en las que no veían mal alguno; aún más puedo decir: que si lo que veían en mí les indisponía, sólo era mi gran delicadeza en no pecar contra Dios y no hacer daño a mi prójimo.

CAR. — En verdad, Caín aborreció a su hermano, porque las obras de éste eran buenas y las suyas malas; y esa ha sido la causa por que tu mujer e hijos se han in­dispuesto contigo, se han mostrado implacables para con lo bueno, y tú has librado tu alma de su sangre.

Así continuaron hablando, hasta que estuvo preparada la cena, y entonces se sentaron a la mesa, que estaba pro­vista de ricos y sustanciosos manjares y excelentes vinos, y toda su conversación durante la cena giró sobre el Señor del Collado, sobre lo que había hecho y el por qué y la ra­zón que había tenido para edificar aquella casa. Yo, por lo que oí, pude comprender que había sido un gran gue­rrero, y que había combatido y muerto al que tenía el po­der de la muerte; pero esto no sin gran peligro por su parte, lo cual le hacía acreedor a ser tanto más amado. Porque, como ellos decían, y yo creo oí decir a Cristiano, el Señor hizo esto con pérdida de mucha sangre; siendo lo más glorioso de esta gracia el haberlo hecho por puro amor a su país. Y entre los mismos de la familia oí decir que le habían visto y hablado después de su muerte en la Cruz; también atestiguaron haber oído de sus mismos la­bios que su amor hacia los pobres peregrinos era tan gran­de, que no era posible hallar otro igual desde Oriente has­ta Occidente; prueba de ello que se había despojado de su gloria para poder hacer lo que hizo, y sus deseos eran te­ner muchos que con él habitasen en el Monte Sión, para lo cual había hecho príncipes a los que por naturaleza eran mendigos nacidos en el estiércol.

En tan agradables discursos estuvieron hasta hora muy avanzada de la noche, y entonces, después de encomen­darse a la protección del Señor, se retiraron a descansar. La habitación que destinaron a Cristiano estaba en el piso superior; se llamaba la sala de Paz, y su ventana miraba al Oriente. Allí durmió tranquilamente nuestro peregrino hasta el amanecer, y habiendo despertado a esa hora, cantó:

¿Dónde me encuentro ahora? El amor y cuidado

Que por sus peregrinos tiene mi Salvador,

Concede estas moradas a los que ha perdonado,

Para que ya perciban del cielo el esplendor.

Levantados ya todos del sueño de la noche, y después de cambiados los saludos de la mañana, Cristiano iba a partir; pero no lo permitieron sin enseñarle antes algunas cosas extraordinarias que en la casa había. Le llevaron pri­mero al Archivo, donde le pusieron de manifiesto el árbol genealógico del Señor del Collado, según el cual era hijo nada menos que del Anciano de días, engendrado entre resplandores eternos y antes del lucero de la mañana. Allí vio también escritas, con caracteres de luz, su vida y sus acciones todas, así como los nombres de muchos cientos de servidores, colocados después por él en unas moradas que ni el tiempo ni el influjo de la Naturaleza podían di­solver ni deteriorar. Le leyeron después las hazañas más valientes de algunos siervos que habían ganado reinos, obrado justicia, alcanzado promesas, tapado las bocas de los leones, apagado fuegos impetuosos, evitado el filo de la espada; habían convalecido de enfermedades, habían sido fuertes en la guerra y trastornado campos de ejércitos enemigos.

Le enseñaron después otra parte del Archivo, donde vio cuan bien dispuesto estaba el Señor a recibir a su favor a cualquiera, sí, a cualquiera, aunque en tiempos pasados hubiese sido enemigo de su persona y proceder. Se le mos­traron también otras varias historias de hechos ilustres, Ya de la antigüedad, ya de tiempos modernos, así como predicciones y profecías, que a su debido tiempo se han cumplido; todo esto ya para confusión y terror de los ene­migos, como para recreo y solaz de los amigos.

Al día siguiente le hicieron entrar en la Armería, donde le mostraron toda clase de armaduras que su Señor tenía provistas para los peregrinos: espadas, escudos, yelmos, corazas y calzados que no se gastaban. Y eran en tanta abundancia, que bastaban para armar en el servicio de su Señor tantos hombres como estrellas hay en el firmamento.

Le mostraron también algunas de las máquinas con las cuales muchos de estos siervos habían hecho tantas maravillas: la vara de Moisés; el martillo y el clavo con que Jael mató a Sisara; los cántaros, bocinas y teas con que Gedeón puso en fuga a los ejércitos de Madián; la aijada con que Sangar mató a seiscientos hombres; la quijada con que Sansón hizo grandes hazañas; también la honda y el guijarro con que David mató a Goliath de Gath, y la es­pada con que su Señor matará al hombre de pecado el día en que se levante para la presa; en fin, le enseñaron mu­chas otras cosas excelentes, cuya vista llenó de inefable alegría a Cristiano; después de esto se retiraron otra vez a descansar.

Al día siguiente Cristiano quiso marchar; pero le roga­ron que permaneciese un día más para mostrarle, si el día estaba claro, las montañas de las Delicias, cuya vista con­tribuiría mucho para consolarle, pues estaban más cerca del deseado puerto que del sitio donde se encontraban; Cristiano accedió a ello. Le subieron, pues, a la mañana si­guiente a la azotea del palacio que mira hacia el Mediodía, y de aquí a una gran distancia percibió un país montañoso y agradabilísimo, hermoseado con bosques, viñedos, fru­tas de todas clases, flores, manantiales y surtidores de be­lleza singular. Ese país —le dijeron— se llama el país de Emmanuel; y añadían: —Es tan libre como este Collado para todos los peregrinos. Desde allí podrás ver la puerta de la Ciudad Celestial; los pastores que moran allí se en­cargarán de enseñártela.

EL progreso del peregrino - Capítulo IX


CAPITULO IX

Entra Cristiano en el valle de Humillación, en donde es asaltado con fiereza por Apollyón; mas le vence con la espada del espíritu y la fe en la Palabra de Dios.

Entonces se decidió ya la marcha, y consintieron en ello los habitantes del Palacio; pero antes lo llevaron otra vez a la Armería, y allí le armaron de pies a cabeza con armas a toda prueba para defenderse en el camino, caso de ser asaltado. Después le acompañaron hasta la puerta, en donde preguntó al Portero si, durante su estancia en el palacio, había pasado algún peregrino, a lo cual le respondió afirmativamente.

CRISTIANO — ¿Le conocéis, por ventura?

PORTERO — No; más pregunté su nombre y me dijo que se llamaba FIEL

CRISTIANO — ¡Oh! Yo sí le conozco; es paisano y vecino mío; viene del lugar donde yo nací; ¿cuánto te parece que se habrá adelantado?

PORTERO — Pues ya habrá bajado todo el collado.

CRISTIANO — Bien, buen Portero; el Señor sea contigo, y te aumente sus bendiciones por la bondad que has mostrado conmigo.

Y emprendió su marcha; pero quisieron acompañarlo hasta el pie del collado Discreción, Piedad, Caridad y Prudencia, con quienes continuó por el camino los discursos que antes habían tenido.

Llegados a la cuesta, dijo:

CRISTIANO — Difícil me pareció la subida; pero no debe ser menos peligrosa la bajada.

PRUDENCIA — Así es; peligroso es, sin duda, para un hombre ascender al valle de Humillación, que es adonde vas ahora, y no tener algún tropiezo; por eso hemos salido para acompañarte.

Luego comenzó a descender Cristiano con mucho cuidado, pero no sin tropezar más de una vez. Cuando hubieron llegado al fin de la cuesta, los amigos se despidieron de él, y le dieron una hogaza de pan, una botella de vino y un racimo de pasas.

Ya en el valle, empezó muy pronto Cristiano a sentir apuros; pocos pasos había dado, cuando vio venir hacia sí un demonio abominable, cuyo nombre era Apollyón. Empezó, pues, Cristiano a tener miedo y a pensar si sería mejor volver o mantenerse firme en su puesto. Mas se acordó que no tenía ninguna armadura en sus espaldas, y, por tanto, volverlas al enemigo sería darle grande ventaja, pues con facilidad le podría herir con sus saetas. Por esto se decidió a tener valor y mantenerse firme, porque éste, sin duda, era el único recurso que le quedaba para salvar su vida.

Prosiguiendo, pues, su marcha, se encontró muy pronto con el enemigo. El aspecto de este monstruo era horrible: estaba vestido de escamas como de pez, de lo cual se gloriaba; tenía alas como de dragón y pies como de oso; de su vientre salía fuego y humo, y su boca era como la boca del león. Cuando llegó a Cristiano lanzó sobre él una mirada de desdén, y le interpeló de esta manera:

APOLLYÓN — ¿De dónde vienes y adonde vas?

CRISTIANO — Vengo de la ciudad de Destrucción, que es el albergue de todo mal, y me voy a la ciudad de Sión.

APOLLYÓN — Lo cual quiere decir que eres uno de mis súbditos, porque todo aquel país me pertenece y soy el príncipe y el dios de él; ¿cómo así te has sustraído del dominio de tu rey? Si no confiara en que me has de servir todavía mucho, de un golpe te aplastaría hasta el polvo.

CRISTIANO — Es verdad que nací dentro de tus dominios; pero tu servicio era tan pesado y tu paga tan miserable, que no me bastaba para vivir, porque la paga del pecado es la muerte. Así es que, cuando llegué al uso de la razón, actué como las personas de juicio: pensé en mejorar de suerte.

APOLLYÓN — No hay príncipe alguno que así tan ligeramente quiera perder súbditos; yo, por mi parte, no quiero perderte a ti; mas puesto que te quejas del servicio y de la paga, vuélvete de buena voluntad, pues te prometo darte lo que nuestro país puede dar de sí.

CRISTIANO — Estoy ya al servicio de otro, a saber, el Rey de los reyes, y sin faltar a la justicia, ya no puedo volver contigo.

APOLLYÓN — Has obrado, como dice el adagio, cambiando un mal por otro peor; pero sucede de ordinario que los que han profesado ser tus siervos, se emancipan al poco tiempo de él, y con mejor acuerdo vuelven a mí; hazlo tú así, y todo te irá bien.

CRISTIANO — Le he dado mi palabra y le he jurado fidelidad; si ahora me vuelvo atrás, ¿no debo esperar el ser ahorcado por traidor?

APOLLYÓN — Lo misino hiciste conmigo, y, no obstante, estoy dispuesto a pasar por todo si ahora quieres volver.

CRISTIANO — Lo que te prometí fue antes de que llegara la adolescencia, y por esta razón no tiene valor alguno; además, cuento con que el príncipe bajo cuyas banderas ahora estoy podrá absolverme y perdonar todo lo que hice por darte gusto. Y, sobre todo, quiero decirte la verdad: su servicio, su paga, sus siervos, su gobierno, su compañía y su país me gustan muchísimo más que los tuyos; no pierdas, pues, el tiempo intentando persuadirme; soy su siervo y estoy resuelto a seguirle.

APOLLYÓN — Piensa bien, ya que conservas todavía tu serenidad y sangre fría, lo que muy probablemente encontrarás en el camino por donde vas. Te consta que en su mayor parte sus siervos tienen un fin desgraciado, porque son transgresores contra mí y contra mis caminos; ¡cuántos de ellos no han sido víctimas de una muerte vergonzosa! Y además, si su servicio es mejor que el mío, ¿por qué nunca hasta el día de hoy ha salido de donde está para librar a los que le sirven? Yo, por el contrario, ¡cuántas veces, según puede atestiguar el mundo entero, he librado, sea por poder, sea por fraude, a los que me servían fielmente, de las manos de él y de los suyos, aun teniéndolos debajo de su poder! Y te prometo que te libraré a ti.

CRISTIANO — El porqué, al parecer, retardar el librarnos, es en verdad para probar su amor y ver si le permanecen fieles hasta el fin; y en cuanto al fin desgraciado que, según dices, tuvieron, precisamente ha sido para ellos lo más glorioso. Porque la salvación presente no la esperan; saben que hay que dar treguas para llegar a su gloria, y ésta la tendrán cuando su Príncipe venga en la suya y en la de los santos ángeles.

APOLLYÓN — Habiendo ya una vez sido infiel en su servicio, ¿cómo puedes pensar que recibirás de él salario?

CRISTIANO — Pues, ¿en qué he sido infiel?

APOLLYÓN — Por de pronto, en el mismo momento de salir desfalleciste, al verte casi ahogado en el Pantano del Desaliento; después pretendiste por diferentes caminos buscar el sacudir la carga que te abrumaba, debiendo haber esperado hasta que tu Príncipe te la hubiera quitado. Luego te dormiste culpablemente, perdiendo allí tu mejor prenda; también casi te resolviste a volver por miedo de los leones, y, sobre todo, cuando hablas de tu viaje y de lo que has visto y oído, interiormente te domina el espíritu de vanagloria en todo lo que dices y haces.

CRISTIANO — Tienes mucha razón en todo lo que dices, y has dejado mucho más que pudieras decir; pero el Príncipe a quien sirvo y honro es misericordioso y perdonador. Además, te olvidas de que estas flaquezas se habían apoderado de mí mientras estaba en tu país; allí se me infiltraron, y me han costado muchos gemidos y pesares; pero me he arrepentido de ellas, y el Príncipe me las ha perdonado.

Entonces Apollyón no pudo contener su rabia, y prorrumpió en estos improperios: —Yo soy enemigo de ese Príncipe; aborrezco su persona, sus leyes y su pueblo, y he salido con el propósito de impedirte el paso.

CRISTIANO — Mira bien lo que haces, ¡oh Apollyón!, porque estoy en el camino real, en el camino de santidad, y, por consiguiente, considera bien lo que intentas hacer.

Entonces Apollyón extendió sus piernas hasta ocupar todo lo ancho del camino, y dijo: —No creas que te temo en esta materia; prepárate para morir, porque te juro por mi infernal caverna que no has de pasar; aquí derramo tu alma. —Y en el acto arrojó con gran furia un dardo encendido a su pecho; pero teniendo un escudo en su mano, Cristiano lo recibió en él, y evitó ese peligro.

Cristiano desenvainó después su espada, porque vio que ya era tiempo de acometer, y Apollyón se lanzó sobre él arrojando dardos tan espesos como el granizo, en términos que, a pesar de los esfuerzos de Cristiano, salió herido en su cabeza, manos y pies, lo cual le hizo ceder algún tanto. Apollyón aprovechó esta circunstancia y acometió con nuevos bríos; pero Cristiano, recobrándose, resistió tan denodadamente como pudo.

Este combate furioso duró cerca de medio día, hasta que casi se agotaron las fuerzas de Cristiano, porque, a causa de sus heridas, iba estando cada vez más débil.

Apollyón no desaprovechó esta ventaja, y ya no con dardos, sino cuerpo a cuerpo, le acometió, siendo tan terrible la embestida, que Cristiano perdió la espada.

—Ahora ya eres mío— dijo Apollyón, oprimiéndole tan fuertemente al decir esto, que casi le ahogó, en términos que Cristiano ya empezaba a desesperar de su vida; pero quiso Dios que, en el momento de dar el golpe de gracia, Cristiano, con sorprendente ligereza, asió la espada del suelo, y exclamó: —(No te huelgues de mí, enemigo mío, porque aunque caigo he de levantarme —y le dio una estocada mortal que le hizo ceder, como quien ha recibido el último golpe. Al verlo Cristiano, cobra nuevos bríos, acomete de nuevo, diciendo: —Antes en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó. —Apollyón abrió entonces sus alas de dragón, huyó apresuradamente, y Cristiano no le volvió a ver más por algún tiempo.

Durante este combate, nadie que no lo haya visto u oído, como yo, puede formar idea de cuan espantosos y horribles eran los gritos y bramidos de Apollyón, cuyo hablar era como el de un dragón y, por otra parte, cuan lastimeros eran los suspiros y gemidos que lanzaba Cristiano salidos del corazón. Larga fue la pelea, y, sin embargo, ni una sola vez vi en sus ojos una mirada agradable, hasta que hubo herido a Apollyón con su espada de dos filos; entonces sí, miró hacia arriba y se sonrió. ¡Ay! Fue éste el espectáculo más terrible que yo he visto jamás.

Concluida la pelea, Cristiano pensó en dar gracias a Aquél que le había librado de la boca del león, a Aquél que le auxilió contra Apollyón. Y puesto de rodillas, dijo:

Belcebú se propuso mi ruina, Mandando contra mí su mensajero A combatirme con furiosa inquina, Y me hubiera vencido en trance fiero; Mas me ayudó quien todo lo domina, Y así pude ahuyentarle con mi acero: A mi Señor le debo la victoria, Y gracias le tributo, loor y gloria.

Entonces una mano misteriosa le alargó algunas hojas del árbol de la vida; Cristiano las aplicó a las heridas que había recibido en la batalla, y quedó curado al instante. Después se sentó en aquel sitio para comer pan y beber de la botella que se le había dado poco antes. Así refrigerado, prosiguió su camino, con la espada desnuda en su mano, por si algún otro enemigo le salía al paso. Pero no encontró ya oposición alguna en todo este valle.

Mas sus pruebas no terminaron; ya había vencido el valle Humillación, y se encontró en otro que se llamaba valle de la Sombra-de-muerte, y era preciso pasar por él, porque el camino de la Ciudad Celestial le atravesaba. Este valle es un sitio muy solitario, como lo describe el profeta Jeremías: "Un desierto, una tierra desierta y despoblada, tierra seca y de sombra de muerte, una tierra por la cual no pasó varón, sí no era un cristiano, ni allí habitó hombre" (2).

Si terrible había sido la lucha de Cristiano con Apollyón, no lo fue menos la que aquí tuvo que sostener.

El progreso del peregrino - Capítulo X

CAPITULO X

Cristiano sufre muchas aflicciones en el valle de Sombra-de-muerte; pero habiéndole enseñado la experiencia a ser vigilante, anda siempre con la espada desnuda en la mano, ejercitándose en la práctica de la oración, y de esta manera pasa con seguridad y sin experimentar daño alguno.

Cuando apenas se había acercado al borde de la Sombra-de-muerte, se encontró con dos hombres que volvían a toda prisa; eran hijos de aquéllos que trajeron malos informes de la buena tierra, con quienes Cristiano trabó la siguiente conversación:

CRISTIANO — ¿Adonde van?

HOMBRE — Atrás, atrás; y si estimas en algo tu vida y tu paz, te aconsejamos que hagas lo mismo.

CRISTIANO — 'Pues, ¿por qué? ¿Qué hay?

HOMBRE — ¿Qué? Nos dirigíamos por este mismo camino que tú llevas; habíamos avanzado ya hasta donde nos atrevimos; pero apenas hemos podido volver, porque si hubiéramos dado unos cuantos pasos más no estaríamos ahora aquí para darte estas noticias.

CRISTIANO — Pero, ¿qué es lo que habéis encontrado?

HOMBRE — Casi estábamos ya en el valle de Sombra-de-muerte, cuando felizmente extendimos nuestra vista delante de nosotros y descubrimos el peligro antes de llegar.

CRISTIANO — Pero, ¿qué habéis visto?

HOMBRE — ¡Ah! Hemos visto el valle mismo, que es tan negro como la pez (Sustancia resinosa, ólida, que se obtiene echando en agua fría el residuo que deja la trementina después de sacarle el aguarrás); hemos visto allí los fantasmas, sátiros y dragones del abismo; hemos oído también en ese valle un continuo aullar y gritar como de gentes sumidas en miseria indecible, que allí sufren agobiadas bajo el peso de aflicciones y cadenas. Sobre este valle también se extienden las horrendas nubes de la confusión; la muerte también cierne sus alas constantemente sobre él. En una palabra: allí todo es horrible y todo está en espantoso desorden.

CRISTIANO — Lo que decís no me demuestra sino que éste es el camino que debo seguir hacia el deseado puerto.

HOMBRE — Sea enhorabuena; nosotros no queremos seguir éste.

Y con esto se separaron, y Cristiano siguió su camino; pero siempre con la espada desnuda en su mano por temor de ser acometido.

Entonces medí con mi vista todo lo largo de este valle, y vi a la derecha del camino un foso profundísimo, que es adonde unos ciegos han guiado a otros ciegos durante todos los siglos, habiendo todos perecido en él miserablemente. Por la izquierda vi un charco peligrosísimo, en el cual, aun siendo bueno el que tiene la desgracia de caer, no halla fondo para sus pies; en él cayó el rey David una vez, e indudablemente se hubiera ahogado si no le hubiera sacado el que es poderoso para hacerlo.

La senda era también excesivamente estrecha, viéndose por lo mismo el bueno de Cristiano en muy grande apuro, porque en la oscuridad, si procuraba apartarse del foso por un lado, se exponía a caer en el charco por el otro; si trataba de evitar el charco, a no tener sumo cuidado, estaba a punto de caer en el foso. De esta manera marchaba, lanzando amargos suspiros, porque sobre los peligros ya mencionados, el camino por aquí estaba tan oscuro, que muchas veces, al levantar su pie para dar un paso, no sabía dónde ni sobre qué iba a sentarle.

Como a la mitad de este valle, vi que se encontraba la boca del infierno a orillas del camino.

Terrible fue entonces la situación de Cristiano, que no sabía qué hacer, pues veía salir llamas y humo con tanta abundancia, juntamente con chispas y ruidos infernales, que, viendo Cristiano que de nada le servía la espada que tanto le había valido contra Apollyón, determinó envainarla y echar mano de otra arma, a saber: de TODA ORACIÓN. Y así le oía exclamar: "Libra ahora, oh Jehová, mi alma". Así siguió por mucho tiempo, viéndose de vez en cuando envuelto por las llamas; también oía voces tristes y gente como corriendo de una a otra parte; de manera que a lo mejor creía iba a ser desgarrado o pisoteado como el lodo en las calles. Este espectáculo horroroso y estos ruidos terribles le siguieron por algunas leguas.

Por fin llegó a un lugar donde le pareció oír que venía hacia él una legión de enemigos; esto le hizo detenerse y pensar seriamente qué le convendría hacer. Por una parte le parecía mejor volver; pero por otra pensaba que tal vez habría pasado ya más de la mitad del valle. También se acordó de cómo había vencido ya muchos peligros, y discurrió que el peligro de volver podría ser mías y mayor que el de avanzar y se decidió a seguir. Pero como los enemigos parecían acercarse más y más, hasta llegar casi a tocarle, gritó entonces con una voz vehementísima: "Andaré en la fuerza de Jehová." A cuyo grito huyeron y no volvieron a molestarle más.

Una cosa me llamó mucho la atención, y no lo quisiera pasar por alto. Advertí que el pobre Cristiano estaba tan aturdido, que no conocía su propia voz, y lo advertí de la manera siguiente: Cuando hubo llegado frente a la boca del abismo encendido, uno de los malignos se deslizó suavemente detrás de él y silbó a su oído muchas y muy terribles blasfemias, que el pobre creía salían de su propio corazón. Esto apuró a Cristiano más que todo cuanto hasta entonces había sucedido; ¡pensar siquiera que pudiera blasfemar de Aquél a quien antes había amado tanto! Si hubiera podido remediarlo no lo hubiera hecho; pero no tuvo la discreción de taparse los oídos, ni la de averiguar de dónde venían estas blasfemias.

Ya llevaba Cristiano bastante tiempo en tan desconsolada situación, cuando le pareció oír la voz de un hombre que iba delante de él diciendo: "Aunque ande por el valle de Sombra-de-muerte no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo". Esto le puso gozoso por muchas razones:

1. a Porque infería de aquí que algunos otros que temían a Dios estaban también en este valle.

2. a Porque percibía que Dios estaba con ellos, aunque su estado era tan oscuro y triste. "¿Y por qué no también conmigo—pensó en su interior—, aunque por razón del impedimento propio de este lugar no puedo percibirlo?".

3. a Porque esperaba (si lograba alcanzarlos) tener luego compañía. Se animó, pues, a seguir su marcha, y dio voces al que iba delante; pero éste, creyéndose también solo, no sabía qué contestar. Muy pronto empezó a rayar el alba, y Cristiano dijo: "El vuelve en mañana las tinieblas". Luego amaneció el día, y dijo Cristiano: "En mañana vuelve la sombra."

Venida la mañana, volvió la vista hacia atrás, no porque desease volver, sino para ver con la luz del día los peligros que había pasado durante la noche. Vio, pues, más claramente el foso por una parte y el charco por otra, y cuan estrecha había sido la senda que pasaba por entre los dos; vio también los fantasmas, los sátiros y dragones del abismo, pero todos muy lejos; porque con la luz del día nunca se acercaban, pero le eran descubiertos, según está escrito: "El descubre las profundidades de las tinieblas y saca a luz la sombra de muerte". Grande impresión sintió Cristiano al verse libre de los peligros de aquel solitario valle; pues aunque los había temido mucho, ahora que los miraba a la luz del día conocía mejor su gravedad. En esto se levantó el sol, y no fue pequeña merced, pues si peligrosísima había sido la primera parte del valle, la segunda, que aún le restaba que andar, prometía, a ser posible, muchos más peligros, porque desde el punto que se encontraba hasta el mismo fin del valle el camino estaba tan lleno de lazos, trampas, cepos y redes por una parte, y tan sembrado de abismos, precipicios, cavidades y barrancos por otra, que si entonces hubiese sido noche, como en la primera parte del camino, mil almas que tuviera las hubiera perdido todas sin remedio; mas, por fortuna, acababa de levantarse el sol. Entonces dijo él: "Hace resplandecer su candela sobre mi cabeza, a la luz de la cual yo camino en la oscuridad".

Con esta luz, pues, llegó Cristiano al fin del valle, donde vi en mi sueño sangre, huesos, cenizas y cuerpos de hombres hechos pedazos, que eran cuerpos de peregrinos que en tiempos atrás habían andado este camino. Pensaba yo sobre lo que podía haber sido causa de esto, cuando descubrí más adelante una caverna, donde anteriormente vivían dos gigantes, Papa y Pagano, cuyo poder y tiranía habían causado tamaños horrores.

Cristiano pasó por allí sin gran peligro, lo cual excitó mi admiración; mas después me lo he explicado fácilmente, sabiendo que Pagano ha muerto hace mucho tiempo y en cuanto al otro, aunque vive todavía, su mucha edad y los vigorosos ataques que ha sufrido en su juventud le han puesto tan decrépito y sus coyunturas tan rígidas, que ahora no puede hacer más que estar a la boca de su caverna, dirigiendo amenazas a los peregrinos cuando pasan y desesperándose porque no puede alcanzarlos.

Cristiano prosiguió su viaje, y la vista del anciano sentado a la boca de la caverna le dio mucho que pensar, especialmente al oír que, no pudiendo moverse, le gritaba: —No os enmendaréis hasta que muchos más de vosotros .seáis entregados a las llamas—. Pero nada respondió, y pasando sin inquietud y sin recibir daño alguno, cantó:

¡Oh, mundo de sorpresas! (Bien lo digo.)

¡Qué maravilla verme preservado

De tanto mal! Con gratitud bendigo

La mano que ha mostrado

Su poder y 'bondad así conmigo.

¡Cuántos peligros, cuántos me cercaban

Al cruzar este valle tenebroso!

Demonios mi camino rodeaban

Con lazos, redes y profundo foso.

¡Cuan fácil puede ser una caída!

Mas Jesús, que los suyos no abandona,

Ha guardado mi vida.

¡El merece del triunfo la corona!