viernes, 14 de septiembre de 2007

El progreso del peregrino - Capítulo XV

CAPITULO XV

Cristiano y Esperanza, viéndose rodeados de consuelos y de paz, caen en negligencia, y tomando una senda extraviada son presa del Gigante Desesperación; pero invocan al Señor, y son librados por la llave de las promesas.

Seguían su camino nuestros peregrinos, cuando los vi llegar a un río agradable, que el Rey David llamó el "río de Dios" y Juan el "río del agua de la vida".

Precisamente tenían que pasar por la ribera de este río. Grande era el placer que esto les hacía sentir, y más cuando, aplicando sus labios al agua del río, la hallaron agradable y refrigerante para sus espíritus fatigados.

Además, en las orillas del río crecían árboles frondosos que llevaban toda clase de frutos, y cuyas hojas servían para prevenir toda clase de indigestiones y otras enfermedades que suelen sobrevenir a los que, con el mucho andar, sienten acalorada su sangre. A uno y otro lado del río había también praderas hermoseadas de lirios, y que se conservaban verdes durante todo el año. En esta pradera, pues, se acostaron y durmieron, porque aquí podían descansar seguros. Cuando despertaron comieron otra vez; la fruta de los árboles y bebieron del agua de la vida, volvieron a echarse a dormir, haciendo esto mismo durante algunos días y noches. Su placer era tanto, que exclamaban cantando:

"¡Oh, cuál fluye este río cristalino,

Para gozo y solaz del peregrino!

¡Qué verdes prados y pintadas flores

comunican al aire sus olores!

Quien una vez habrá saboreado

El fruto de estos árboles sabroso,

Venderá cuanto tenga, de buen grado,

Por comprar este sitio delicioso."

Cuando ya tuvieron intención de seguir su camino (porque todavía no habían llegado al término de su viaje), habiendo comido y bebido, partieron.

Entonces vi en mi sueño que a muy corto trecho el río y el camino se separaba, lo que no dejó de afligirlos; sin embargo, no se atrevieron a dejar el camino. Este, al separarse del río, era muy áspero, y los pies de los peregrinos estaban muy delicados por el mucho andar, así que se abatió su ánimo por esta causa. Más, a pesar de esto, prosiguieron su camino, aunque deseando otro mejor. Un poco más adelante había, a la izquierda del camino, una pradera a la cual daban entrada unos escalones de madera; se llamaba el Prado de la Senda-extraviada. Dijo entonces Cristiano a su compañero: —Si este Prado continuase al lado de nuestro camino, podríamos pasar por él—. Y se acercó a los escalones para inspeccionar; y he aquí que había una senda que iba al par del camino al otro lado de la cerca. —Esto es lo que yo quería—dijo Cristiano—; por aquí podremos andar con más facilidad; vamos, buen Esperanza, pasemos al otro lado.

ESPERANZA — ¿Y si esta senda nos extraviase?

CRISTIANO — No es probable; mira, ¿no ves que va al lado del camino?

Y Esperanza, persuadido por su compañero, pasó con él al otro lado de la cerca; esta senda era muy suave para sus pies. Descubrieron también un poco más adelante un hombre, que seguía el mismo camino, cuyo nombre era Vana-confianza; le dieron voces y le preguntaron adonde conducía aquella senda. —A la Puerta Celestial—contestó. — ¿Ves? — Dijo Cristiano — ¿No te lo dije? Podemos, pues, estar seguros de que vamos bien—. Así prosiguieron su camino, y el otro delante de ellos. Pero he aquí que la noche les sorprendió, y era tan oscura, que no podían distinguir al que iba delante.

Este, por su parte, no distinguiendo bien el camino, cayó en un foso profundo, hecho de intento por el príncipe de aquellos terrenos para coger en él a los tontos presumidos, y se estrelló en su caída.

Le habían oído caer Cristiano y Esperanza, y le dieron una voz, preguntando qué le pasaba; pero la única contestación fue un profundo gemido. Entonces dijo Esperanza: — ¿Dónde nos encontramos ahora ?—Cristiano no se atrevió a responder, temeroso de haberse extraviado, a la vez que empezó a llover, tronar y relampaguear de una manera atronadora, y el agua a crecer y anegarlos. Gimió entonces Esperanza para sí, diciendo: — ¡Ojalá hubiera seguido mi camino!

CRISTIANO — ¡Quién iba a pensar que esta senda nos hubiera extraviado tanto!

ESPERANZA — Tenía mis temores de ello desde el principio, por eso te di aquella suave amonestación, y hubiera halado más claramente si no hubiera respetado tu mayor edad.

CRISTIANO — Mi buen hermano, no te ofendas; siento en el alma haberte extraviado del camino, exponiéndote a peligro tan inminente; perdóname, no lo he hecho con mala intención.

ESPERANZA — Consuélate, hermano, porque te perdono de buen grado, y creo también que esto nos ha de servir de provecho.

CRISTIANO — Me alegro caminar con un hermano tan bondadoso; pero no debemos estarnos aquí; probemos a retroceder en busca del camino.

ESPERANZA — Pero, querido hermano, déjame que vaya delante.

CRISTIANO — No; quiero ir el primero para que si hay peligro sea yo el que lo sufra antes, ya que por mi causa ambos nos hemos extraviado.

ESPERANZA — No; no debe ser así; porque estando turbado tu ánimo, tal vez nos extraviemos todavía más.

Entonces, con gran consuelo suyo, oyeron una voz que decía:

—Nota atentamente la calzada, el camino por donde viniste; vuélvete—. Pero he aquí que las aguas habían crecido grandemente, por cuya razón la vuelta era ya muy peligrosa. (Entonces pensé que es más fácil salir del camino cuando estamos dentro, que volver a él una vez fuera.) Sin embargo, se arriesgaron a volver; pero era ya tan oscuro y la avenida estaba tan alta, que por poco se ahogan nueve o diez veces.

Por mucha diligencia que pusieron, no podían dar con los escalones de madera; así que, habiendo hallado un pequeño resguardo, se sentaron allí hasta la venida del día, y la fatiga y cansancio cerraron sus ojos para el sueño.

Pero no lejos de donde estaban había un castillo, que se llamaba Castillo de la Duda, y cuyo propietario era el Gigante Desesperación, a quien pertenecían también los terrenos en donde se habían echado a dormir.

Habiendo madrugado el Gigante, paseándose por sus campos, sorprendió a los dormidos Cristiano y Esperanza. Con voz áspera y amenazadora les despertó, y preguntó de dónde eran y qué querían en sus campos. —Somos peregrinos—dijeron—y hemos perdido el camino. —Miserables—dijo el Gigante—, habéis violado mis terrenos esta noche, pisando y echándoos sobre mi césped, y así sois mis prisioneros— A esta intimación nada tuvieron que hacer más que obedecer, porque podía más que ellos, y se reconocían transgresores. El Gigante, pues, los empujó delante de sí y los metió en un calabozo de su castillo, muy oscuro, hediondo y repugnante a los espíritus de esos pobres hombres. Allí estuvieron desde la mañana del miércoles hasta el sábado por la noche, sin tomar bocado de nada, ni una gota de agua, sin luz y sin que nadie les preguntase cómo les iba. Triste era su situación, y muy lejos de amigos y conocidos, y más triste aún la de Cristiano, porque, a causa de su mal aconsejada prisa, habían caído en tamaño infortunio.

Tenía el Gigante Desesperación una esposa, llamada Desconfianza, a la cual, cuando se hubieron acostado, dio cuenta de cómo había cogido dos prisioneros y los había arrojado en su calabozo por haber violado sus campos, preguntándole después su opinión sobre lo que debería hacerse con ellos. Desconfianza, habiéndose enterado de quiénes eran, de dónde venían y adonde iban, le aconsejó que a la mañana siguiente los apalease sin misericordia.

Luego, pues, que se hubo levantado, se proveyó de un terrible garrote de manzano silvestre y bajó al calabozo. Los injurió primero, tratándolos como a perros, aunque nada malo le contestaron, y luego cayó sobre ellos, apaleándolos de tal manera, que no se podían mover, ni aun volverse en el suelo de un lado a otro. Hecho esto se retiró, dejándolos abandonados en su miseria y llorando su desgracia; así que todo aquel día lo pasaron solos en sollozos y amargas lamentaciones.

La noche siguiente, hablando Desconfianza con su marido sobre ellos, y enterada de que vivían aún, dijo que debía aconsejarles que pusiesen fin a su existencia. Venida, pues, la mañana, entró a ellos de una manera brusca, como el día anterior, y notando que sufrían mucho por los golpes que les había dado, les dijo: —Puesto que no habéis de salir de este lugar, lo mejor que podéis hacer es poner fin a vuestra vida, sea con cuchillo, con una cuerda o con veneno; porque, ¿cómo habéis de elegir una vida tan llena de amargura?— Pero ellos le instaban a que les dejase marchar. Entonces él los miró tan fieramente y con tanto ímpetu cayó sobre ellos, que seguramente los hubiera quitado de en medio, a no haberle acometido uno de los muchos accidentes que le daban en el buen tiempo, y que en aquel entonces le privó del uso de sus manos, obligándole a retirarse y dejarlos solos pensando sobre lo que podrían hacer.

Entonces se pusieron a discurrir si sería mejor seguir el consejo del Gigante, teniendo con este motivo el siguiente diálogo.

CRISTIANO — Hermano, ¿qué vamos a hacer? La vida que llevamos es miserable; por mi parte, no sé si es mejor vivir así o morir desde luego; mi alma tiene por mejor el ahogamiento que la vida, y el sepulcro me sería más agradable que este calabozo. ¿Vamos a tomar el consejo del Gigante?

ESPERANZA — Es verdad que nuestra condición actual es terrible, y la muerte me sería mucho más grata si así hemos de estar para siempre; sin embargo, consideremos que el Señor del país adonde nos dirigimos ha dicho "no matarás"; y si se nos hace esta prohibición con respecto a otros, mucho más debe hacérsenos con respecto a nosotros mismos. Además, el que mata a otro no mata más que su cuerpo; pero el que se mata a sí mismo, mata el cuerpo y el alma a una; y sobre todo, hablas de descanso en el sepulcro; ¿pero acaso has olvidado adonde van ciertamente los que matan? Porque "ningún asesino tiene vida eterna". Consideremos, además, que no está toda la ley en manos de este Gigante; hay otros, según entiendo, que, como nosotros, han sido cogidos por él, y, sin embargo, han escapado de sus manos; ¿quién sabe si ese Dios que ha hecho el mundo hará que muera ese Gigante Desesperación, o que un día u otro se olvide echar el cerrojo, o que tenga pronto otro de sus accidentes estando aquí y pierda el uso de sus pies? Si tal aconteciese otra vez, estoy resuelto a obrar con energía y hacer lo posible por escaparme de sus manos; he sido un tonto en no haberlo procurado antes; pero tengamos paciencia y suframos un poco más; vendrá la hora en que se nos dará una feliz libertad; no seamos nuestros propios asesinos— Con tales palabras consiguió Esperanza por entonces moderar el ánimo de su hermano, y así siguieron juntos en las tinieblas todo aquel día, en su triste y dolorosa situación.

Hacia la caída de la tarde volvió a bajar el Gigante al calabozo para ver si sus prisioneros habían tomado su consejo; pero encontró que no habían muerto, aunque tampoco se podía decir que tenían mucha vida, porque ya por falta de alimentación, ya por las heridas que habían recibido en el apaleamiento, apenas podían respirar. Al verlos, pues, vivos, se puso muy furioso, y les dijo que, habiendo desechado su consejo, más les valiera no haber nacido.

Mucho les hicieron temblar estas palabras, y me parecía que Cristiano desmayaba; pero volviendo un poco en sí, se pusieron de nuevo a discurrir sobre el consejo que les había dado el Gigante.

Cristiano se mostró inclinado a seguirlo; pero Esperanza le dijo de nuevo:

ESPERANZA — Hermano mío: ¿has olvidado el valor que hasta ahora tuviste en otras ocasiones? No pudo aplastarte Apollyón, ni tampoco todo lo que oíste, viste y sentiste en el valle de la Sombra-de-muerte. ¿Cuántas penalidades, terrores y sustos no has pasado ya? ¿Y ahora no hay en ti más que temores? Me ves a mí en el calabozo contigo, a mí, un hombre por naturaleza mucho más débil que tú. También a mí me ha herido este Gigante cual a ti, y me ha privado del pan y del agua, y como tú vengo lamentando la falta de luz. Pero ejercitemos un poco más la paciencia; acuérdate del valor que mostraste en la feria de Vanidad, y que no te atemorizaron ni las cadenas, ni la cárcel, ni la perspectiva de una muerte sangrienta; por tanto (al menos para evitar la vergüenza que nunca debe caer sobre un cristiano), soportemos esto con paciencia lo mejor que nos sea posible.

Así pasó otro día, y vino de nuevo la noche, y la esposa del Gigante volvió a preguntarle sobre el estado de sus prisioneros, y si habían tomado o no su consejo. El Gigante le contestó: —Son unos villanos de brío, que prefieren sufrir toda clase de penalidades a darse la muerte—. Entonces ella le replicó: —Sácalos, pues, mañana al patio del castillo y enséñales allí los huesos y calaveras de los que ya has despedazado, y hazles creer que antes de una semana los desgarrarás, como has hecho con sus compañeros.

Así lo hizo: a la mañana siguiente los visitó y los sacó al patio del castillo, y les mostró lo que su mujer le había indicado. —Estos—les dijo—eran peregrinos como vosotros; violaron mis terrenos, como vosotros habéis hecho, y cuando tuve por conveniente los despedacé, como haré con vosotros dentro de pocos días. Andad, volveos otra vez a vuestra prisión—. Y fue dándoles azotes hasta la misma puerta. Allí siguieron los infelices todo el día del sábado, en circunstancias tan lastimosas como antes. Vino la noche, y reanudaron su discurso el Gigante y su esposa, extrañándose mucho de que ni por azotes ni por consejos pudiesen acabar con ellos; y dice entonces la mujer: —Me temo que se alientan con la esperanza de que vendrá alguno para librarlos, o que tendrán consigo alguna llave falsa con la cual esperan poder escapar. —Yo los registraré por la mañana—dijo el Gigante.

Ya era cerca de media noche del sábado cuando empezaron nuestros peregrinos a orar, continuando en su oración casi hasta (romper el alba).

Momentos antes de amanecer, el bueno de Cristiano prorrumpió como despavorido en estas fervientes palabras: — ¡Qué tonto y necio soy en quedarme en mi calabozo hediondo, cuando tan bien pudiera estar paseándome en libertad! Tengo en mi seno una llave, llamada Promesa, que estoy persuadido podrá abrir todas y cada una de las cerraduras del castillo de la Duda.

— ¿De veras?—dijo Esperanza—. Estas son buenas noticias, hermano; sácala de tu seno y probaremos.

Cristiano sacó su llave, la aplicó a la puerta del calabozo, y a la media vuelta la cerradura cedió, y la puerta se abrió de par en par y con la mayor facilidad, y Cristiano y Esperanza salieron. Llegaron a la puerta exterior que daba al patio del castillo, y ésta cedió con la misma facilidad. Se dirigieron a la puerta de hierro que cerraba toda la fortaleza, y aunque allí la cerradura era terriblemente fuerte y difícil, con todo, la llave sirvió para abrirla. Empujaron la puerta para escapar a toda prisa; pero esta puerta, al abrirse rechinó tanto, que despertó al Gigante Desesperación, el cual se levantó con toda prisa para perseguir a sus prisioneros; mas en esto le faltaron sus piernas, porque le acometió uno de sus accidentes que le imposibilitó de todo punto para ir en su persecución. Entonas ellos corrieron, llegando otra vez al camino real, libres de todo miedo, pues ya estaban fuera de la jurisdicción del gigante.

Habiendo, pues, rebasado los escalones, principiaron a discurrir entre sí sobre lo que podrían hacer en ellos para prevenir que los que vinieran detrás no cayesen también en manos del Gigante; así acordaron erigir allí una columna y grabar en lo alto de ella estas palabras: "Estos escalones conducen al castillo de la Duda, cuyo dueño es el Gigante Desesperación, que menosprecia al Rey del País Celestial y busca destruir sus santos peregrinos." Con esto, muchos que llegaron a este punto en los tiempos sucesivos, veían el letrero y evitaban el peligro. Hecho esto, cantaron como sigue:

"Por dejar nuestra senda hemos sabido

Lo que es pisar terreno prohibido.

Cuide de no salir de su sendero

El que no quiera verse prisionero

Del Gigante cruel, que vive en guerra

Con Dios, y al peregrino extraviado

En el Castillo de la Duda encierra

Por verle para siempre desgraciado."

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